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La literatura paraguaya como expresión de la realidad nacional

En 1967, el poeta y crítico Roque Vallejos (1943 – 2006) publicó uno de los ensayos más incisivos sobre la literatura paraguaya, una visión desveladora que permanece actual, razón por la que lo publicamos íntegramente (acompañado de una fotografía de la estatua de Roa Bastos en Santo Domingo, tomada por Sebastian Ocampos).

 

Primera parte

a) El concepto de la realidad

Un problema inicial grave plantea el concepto de la realidad. Lo multívoco del término obliga imperativamente una definición clara del sentido de su utilización. Ferrater Mora ha hecho notar la adaptabilidad o labilidad del concepto a las escuelas filosóficas a través de la historia y que aparecen como postulados generales de una posible definición. Así por ejemplo aquella de Kant que expresa: «es real lo que concuerda con las condiciones materiales de la experiencia».

Esta definición kantiana al margen de su netitud y lucidez, nos ofrece la ventaja de plantear el tema de la realidad dentro de unas coordenadas particulares, exonerándonos del enfrentamiento con las múltiples teorías que reclaman el monopolio del concepto. De este modo no nos corresponde ya delimitar si la realidad implica consistencia o permanencia, actualidad o efectividad, suma de predicados positivos, desarrollo mayor o menor de la plenitud de un ser, etc., como plantean las distintas filosofías. Nosotros estudiaremos la realidad simplemente «como algo dado en el marco de una experiencia posible» (Kant).[1]

Existen sin embargo otros problemas que aparejan al término realidad como resultado de la imprecisa utilización que en materia de arte se ha hecho de él. Nos referimos a la restricción conceptual que ha sufrido dentro de la terminología crítica, donde es notoria la progresiva asimilación de la palabra realidad al hecho o acaecer social. Es más, se ha convertido en muchos casos en patrón valorativo no solo estético sino de conducta. A toda literatura que no sea social se le llama despectivamente «literatura evasiva» o «escapista». Ningún dato hermano posee atractivo o interés, si no «está comprometido» con lo social.

Frente a esta actitud, cuyo origen no es muy difícil rastrear, y que específicamente se circunscribe a la Revolución Comunista del 17, y el subsiguiente realismo socialista, han surgido afortunadamente sólidas escuelas estéticas, que apoyadas en el criterio más científico del hombre concebido como totalidad («como trascendencia e inmanencia») Arnold Hauser dice refiriéndose al problema: «Si bien todo arte está condicionado por la realidad social, no todo arte es definible socialmente». Emir Rodríguez Monegal afirma por su parte, al hacer la defensa de la obra de Borges, descalificada por la crítica social, como literatura escapista, que los símbolos que utiliza este escritor (se podría hacer extensivo a todos los escritores no realistas), parecen indicar que no son en última instancia, «más que metáforas de la realidad», y que el universo, o los sorprendentes casos que inventa Jorge Luis Borges proceden de la misma fuente de la que se nutren los realistas.[2]

Pues bien, una vez hecha esta petición de principios, que delimita nuestro punto de vista crítico, trataremos de razonar con los mismos parámetros sobre esa compleja estructura cultural que se ha dado en llamar «literatura paraguaya».

b) ¿Qué es la realidad nacional?

En un país como el nuestro donde la historia no ha alcanzado aún la serenidad ni el rigor científico (salvo contadas excepciones), pese al cúmulo de materiales reunidos sobre el tema, es difícil discernir cuál es la fisonomía de este pueblo, que tiene los ojos imantados por el pretérito y que vive trabado por una obsesiva voluntad de imposible reproducción facsimilar del pasado.

La realidad nacional ha estado sujeta a esta limitación. Desde su origen en la fundación de Asunción[3] como fortuita casa fuerte en el trayecto de la conquista (1537) hasta su falso destino expansional de madre de ciudades (como pretenden inculcar algunos historiadores que no han interpretado cabalmente el significado de las fundaciones de Buenos Aires, Santa Cruz, etc.). Desde su «Revolución Comunera» excepcional,[4] mantenida sin embargo como episodio secundario en la formación de la consciencia paraguaya, hasta sus misiones jesuíticas puestas de relieve con insistente y progresiva exageración. Desde el supuesto mestizaje hispano guaraní, como producto otra vez sin par de la «civilización del amor»[5] con su débil teoría «de los cuñados»,[6] hasta los pro-hombres de la guerra grande que Manuel Domínguez adornó, en las causas de heroísmo paraguayo, de una aureola mítica.[7] Desde el nativismo a ultranza (propugnado por Natalicio González)[8] hasta su consiguiente idioma guaraní, cuya posesión para muchos es el único signo que puede validar una nacionalidad. Desde su historia política de caudillos tribales y guerras intestinas suicidas, hasta sus líderes importados y conductores de gabinete, la historia ha sido siempre utilizada en forma fraudulenta para bien o para mal del país, según el propósito de sus dirigentes. No es por tanto de extrañar este cuadro un tanto caótico si tenemos en cuenta que es una historia escrita por sus protagonistas.

La realidad nacional sigue siendo por tanto un interrogante: no hay símbolos nacionales que escapen a la más desorbitada polémica, o la negación nihilista, o la aceptación ditirámbica. Lo nacional sigue latente, y actúa como idea-fuerza desde el inconsciente colectivo, cuando el pueblo necesita una definición. Las guerras constituyen su cabal ejemplificación.

c) La literatura como expresión cualitativa y cuantitativa

¿En qué medida una literatura descubre o inventa la cualidad de un pueblo? ¿Puede ser un índice valorativo real de los atributos de una nación o raza? ¿Está la literatura también sujeta a la cuantificación estadística? Todas estas preguntas de por sí harto difíciles, se hacen aún más problemáticas cuando se las circunscribe al ámbito nacional, donde tanto la calificación y la cuantificación se hallan menguadas hasta una proporción casi inexpresiva. En primer lugar porque la cualificación en arte no está dada por la revelación conceptual, sino por la perspectiva que ofrece el nivel estético. Su ámbito de acción no es exclusivamente racional, sino fundamentalmente sensible. Y nuestra literatura por lo general se ha definido programática. Y ha tratado de vehiculizar o ideas políticas o históricas o raciales, cuando que su primer compromiso constituía el arte mismo. En todas las épocas nuestro país, asediado por la necesidad, no ha rebasado la estrecha y limitante concepción de arte «ancilar» o de servicio, para usar la rigurosa expresión de Alfonso Reyes (La aurora de Stefanich, Elisa Linch, novela histórica de C. L. de Chaves, y el propio Hijo de hombre de Roa Bastos, para no citar sino unos pocos ejemplos).  

Si sumamos esto a lo dicho anteriormente, de ser la nuestra la literatura una literatura realizada in vitro, se restringen aún más sus posibilidades de expresión. En cuanto al problema cuantitativo, el cuadro es idénticamente grave teniendo en cuenta que no deben existir en nuestra literatura ni cien libros éditos, si consideramos libros a aquellos que cumplen con las mínimas exigencias que implica el vocablo.

d) Antecedentes históricos de nuestra cultura

Ni los conquistadores, ni los conquistados del Paraguay pertenecían a estratos culturales superiores. «Aquellos rudos capitanes de la conquista no constituían el elemento más apropiado para traer ese caudal»,[9] dice Zubizarreta refiriéndose al caudal artístico e intelectual de los conquistadores. El hecho anecdótico del capitán poeta que según las crónicas fue Juan de Zalazar, o la existencia de clérigos como Villafañe, no revelan bajo ningún aspecto nivel ni propósito cultural. Por lo demás, si se apela al recurso de la estirpe de los conquistadores, debemos recordar que el abolengo estaba en función inversa a la cultura: «La cultura intelectual ⸺dice Américo Castro⸺ en virtud de extrañas, inevitables y patéticas circunstancias, acabó por hacerse síntoma e indicio de no pertenecer a la casta electa y heroica, a la de la hombría radical. Y fue fatal repercusión más tarde de tal hecho el que poco a poco primero, y a paso de carga más tarde, la gente huyera de practicar todo menester que implicase sabiduría y ejercicio intelectual».[10]

Este era el estado cultural que vivía la España de ese tiempo y posiblemente el que habría exportado a través de sus «capitanes de la aventura». Por lo demás la coerción religiosa que en aquel tiempo era además coerción política, se encargó de liquidar cualquier resto posible de larval inquietud intelectual. Con este espíritu se debe leer la cédula del 13 de setiembre de 1543 que prohibía el uso de libros de «romances y materias profanas y fabulosas, así como libros del Amadís y otros de esta calidad de mentirosas historias».[11]

En cuanto a la «civilización» tan debatida hasta hoy, es concluyente su elementalidad cultural, quedando solo un idioma vernáculo, rico y abierto a un maravilloso mundo de revelaciones, construcciones y extrañas sabidurías, connaturales a su calidad de idioma, como único aporte verdadero a la herencia cultural legada. Hay sin embargo algunos hechos culturales dispersos aún, que reunidos y disciplinados podrían apelar a una revalorización de la civilización guaraní. Al hecho insólito de su conocimiento de la botánica, sumaban algunas cualidades artísticas, sobre todo en alfarería que «decoraban mediante las uñas, presiones de yemas de los dedos o espátulas de madera, siguiendo líneas simples». También en el «teñido del plumaje, de los arcos y de las flechas», según afirma Cardozo, manifestaban un rico sentimiento pictórico. Sin embargo nos resultan realmente elementales e hipotéticas estas cualidades como para calificar una sensibilidad. Más atractivos resultan los hallazgos de León Cadogan, que parece haber descubierto en el acervo de los mbayaes, una sobrecogedora y mágica poesía que los nativos remiten «al origen del lenguaje humano». Incluyen valiosas revelaciones sobre los himnos sagrados que no eran comunicadas jamás a quienes no pertenecían a la tribu.[12]

Sobre estos antecedentes de la conquista se instaló la incipiente cultura mestiza que habría de sufrir con posterioridad la fuerte influencia jesuítica, que pese al aporte técnico de su sistema civilizador, fue un factor retardatorio de la evolución cultural del país, no solo porque dañó la economía de la provincia, sino porque implantó un sistema educativo coactivo, que cercenó la espontánea evolución hacia la libertad, que apareja la naturaleza humana cultivada, si miramos este episodio bajo las lentes de Croce y su teoría de la historia como hazaña de la libertad. En este sentido la Revolución Comunera constituye uno de los hechos capitales de nuestra cultura porque desveló la personalidad auténtica y secreta de los genuinos representantes de la provincia. La cultura se elabora sobre principios. Pero no sobre principios puramente categoriales, sino sobre episodios, hechos, fenómenos humanos, que desde la experiencia se levantan hasta alcanzar la cristalización de los verdaderos axiomas humanos: las ideas actuantes.

Por último, los factores políticos. Y aquí se abre una doble llave. Una para los acontecimientos nacionales: Independencia, dictaduras, revoluciones, cuartelazos, etc. Otra para las guerras internacionales.

La independencia del Paraguay pareció marcar en 1811 la continuidad de la época comunera. Las ordenanzas del año 1812 dieron la impresión del advenimiento de una gran época cultural. El criterio básico con que se encaró el problema de la cultura de la provincia, radicándolo en la enseñanza, señaló la existencia de un plan de largo aliento. Pero sus prohombres como Fernando de la Mora, fueron lamentablemente desplazados, y advino en cambio la erosiva dictadura francista, que marcó una etapa de neurótico aislamiento, donde se fueron desintegrando las escasas banderillas culturales insertadas por los comuneros y por la revolución de la independencia. El periodo anaeróbico de la dictadura francista podrá hallar reivindicadores en el campo político, en el escenario histórico, pero jamás podrá desembarazarse de ser responsable de la ignorancia de muchas generaciones, las mismas tal vez que por su escaso rendimiento intelectual, tan estéril servicio brindaron al país en los momentos dolorosos de la guerra grande. Una guerra necesita no solo del valor sino de la inteligencia. Y en la guerra de la Triple Alianza, sobró valor y faltó inteligencia. Don Carlos Antonio López proclamó a las escuelas como los mejores monumentos levantados a la libertad, reconoció tácitamente de este modo el escaso pedestal sobre el cual estaba asentada la libertad del país después de tanta noche de silencio e infortunio. Las generaciones formadas por Carlos Antonio López fueron las de desempeño cultural menos precario en la guerra. Sin embargo acusaban lo epidérmico de su reciente implantación. Posteriormente los factores políticos siguieron actuando con la misma técnica. La cultura fue permanentemente descuidada y en último caso los recursos del país, dilapidados o hurtados por la guerra, eran prácticamente nulos. La postguerra no pudo superar estos problemas. Se apeló entonces al fenómeno de compensación del nacionalismo. Y se dio auge a una larga serie de mitos que hasta hoy continúan gravitando sobre el país. País de deficiente instrucción primaria y secundaria, de universidades típicamente latinoamericanas azarosas y politizadas, de un alto margen de analfabetismo y casi nula educación cívica, no podía desde luego alentar la esperanza de un arte excepcional, si tenemos en cuenta que este es producto de largas épocas de sedimento cultural y de lentas fructíferas tradiciones.

El Paraguay por la circunstancia de su historia se ha caracterizado como país eminentemente guerrero. La frecuencia de las batallas no le ha dado el más mínimo margen, ni siquiera para completar una elegía, como ha escrito un observador ingenioso de este «agitado» aunque «inactivo» país.

e) La especulación crítica y los factores lingüísticos, geográficos e históricos

Los primeros tratadistas literarios de relieve que se ocuparon de nuestro país, encontraron dos causas fundamentales como origen del retraso cultural paraguayo. El bilingüismo y la mediterraneidad. Sería largo enumerar la lista de críticos extranjeros que desde Zum Feide, hasta Torres Rioseco o Anderson Imbert encuentran causas tan superficiales o fragmentarias como generadoras de esterilidad intelectual o artística.[13]

En realidad, estos críticos, por lo general, se han limitado a reproducir o razonar sobre el material preelaborado de los escritores paraguayos. Los estudios realizados sobre literatura paraguaya son contados. La conferencia de Ignacio A. Pane[14] es de una evidente liviandad que no aporta casi nada a la clarificación de los valores de su época. José Rodríguez Alcalá, en su Paraguay en marcha,[15] tampoco rebasa el recuento simple de hechos culturales. Natalicio González, en sus estudios sobre la poesía,[16] pese a presentar un material mejor disciplinado revela la notoria incomprensión del verdadero «fenómeno» literario. Ni los trabajos abrumadores de Carlos R. Centurión ni los de Sinforiano Buzó Gómez aportan otra cosa que datos sobre el problema. Todos estos autores sin embargo coinciden en la colectiva apreciación que son los dos factores antedichos los verdaderos responsables de la verdadera preterización cultural del país. Son los ensayos de Josefina Plá y Augusto Roa Bastos los que traen planteamientos originales al respecto.

Josefina Plá plantea el hecho económico de una precaria infraestructura colonial como factor determinante. La conquista del Paraguay, la fundación de Asunción no significa otra cosa que la instalación de un puente o granero en el itinerario hacia el Alto Perú. La corona española en conocimiento de la pobreza mineral del país, desvió su atención del Paraguay, y poco a poco fue alejando su vista hacia otras áreas de mayor productividad comercial. Los propios habitantes del país se fueron alejando poco a poco del núcleo asunceno, en la medida en que crecían sus aspiraciones y veían con impotencia la imposibilidad de realización en el territorio.[17] La fundación de otras ciudades, la expansión asuncena, no es sino solapada fuga en busca de perspectivas mejores.

La mediterraneidad, según esta escritora es un factor colateral de segunda importancia. Roa Bastos encara el problema creacional de esta isla «rodeada de tierra», como fenómeno primordialmente lingüístico.

Al referirse a las posibilidades de autenticidad y logro expresional, dice que solo puede expresar la realidad del pueblo paraguayo «aquel que se halle unido a él por el cordón umbilical del habla vernácula».[18]

En el pasado simposio realizado en Asunción, bajo el rótulo de Semana de la Novela Paraguaya, se volvió a plantear el problema, sin poder ⸺no puede desde luego⸺ establecer una fórmula conciliatoria, entre ambos idiomas en pugna. El bilingüismo no es un problema teórico. Las soluciones eventuales solo podrían venir a través de la obra literaria. Y en este sentido son más importantes las soluciones logradas por Roa en su obra que sus especulaciones teóricas sobre el tema. Se ha tratado de hacer del bilingüismo un planteamiento insoluble para escudar la impotencia o esterilidad literaria, que se deben buscar en otros factores de mayor vigencia real. Así por ejemplo casi ningún escritor se ha decidido en señalar con el debido énfasis el problema político de la falta de libertad de expresión, cuya dramaticidad ha convertido a toda Latinoamérica, salvo contadas excepciones, en un campo de concentración de los intelectuales. Por ello debemos reiterar hoy más que nunca que el clima de inseguridad, de incertidumbre que asedia al escritor es una mordaza invisible pero coercitiva de la auténtica expresión de los sentires del hombre paraguayo. Esta regresión política desde luego apareja otra rémora cultural, cuyas consecuencias son harto más graves por cuanto el ritmo de la vida contemporánea se aleja cada vez más del subdesarrollo económico e intelectual.

Ahora bien, esos son los factores exteriores que inhiben a la expresión o la personalidad del escritor. Existen otros que son endógenos o del escritor mismo, que se abandona a la modorrienta siesta paraguaya y que se solaza en una infecundidad inexplicable. Casi ningún autor hasta hoy puede enseñar una gráfica continua de producción. Todos apelan al recurso de los primeros libros, que hilvanan las promesas más optimistas, pero que se desmayan al comienzo de la jornada. Pareciera que el escritor paraguayo no tuviese conciencia misional de su arte, y que las primeras frustraciones o los primeros logros rebasaran holgadamente sus propósitos originales. Sin embargo hay una profunda reflexión de Fernando de Pinedo que Anselmo Jover Peralta estampó como epígrafe de su folleto El Paraguay revolucionario y dice: «Quien viese sin reflexión la conducta de esta gente (se refiere a los paraguayos) se persuadirá que en ello reside una natural desidia, pero no lo es, sino desesperación de lograr el fruto de su trabajo».[19]

El paraguayo, en efecto, es un desesperado del fruto de su trabajo. Su existencia no es otra cosa que una sucesión ininterrumpida de explotaciones, siempre víctima de sus conquistadores, de su historia, de su geografía y hasta de sí mismo.

f) Dos rostros de una literatura

Aunque teóricamente el alma paraguaya está dividida por la bisectriz de la lengua en dos mitades iguales y distintas, es innegable que la media luna guaraní encierra los caracteres más profundos y espontáneos del espíritu popular. Aquellos versos de José Concepción Ortiz, «Seré un indio que dice su alma en español», no pueden ser tomados como simple expresión nostálgica de un nativista decadente, sino como confesión desalentada y lacerante de un espíritu al rojo vivo, que debe testimoniar a cualquier precio la perdurabilidad de una comunidad étnica a la que se siente profunda e irremediablemente identificado. La literatura mestiza de nuestro país no parece ser otra cosa en los mejores casos que la traducción castellana de una literatura oral, que el escritor paraguayo debe sacrificar en aras de la universidad de su obra. Por lo menos esta es la hipótesis más aceptada no solo por los críticos, sino por los mismos creadores. Aunque valdría la pena plantear si en realidad el único punto de permeabilidad nacional es el idioma vernáculo, y si los otros ingredientes históricos, geográficos y aún genéticos pueden ser tan fácilmente descartados. El problema sin embargo es que existen dos literaturas radicalmente antagónicas: Una «literatura popular y confinada» y «una literatura impopular o exiliada».

La primera es la literatura guaraní, cuyo radio de acción no abarca los estratos más altos de la sociedad y se halla recluida o relegada al público rural o campesino, sea este habitante del campo o la ciudad. Es la literatura o poesía viva del país. Poesía total que se hace sobre la onomatopeya del idioma. Los propios extranjeros que la escuchan sin comprenderla terminan encantados por el sonido, la sinestesia, la imaginación fonética que les despierta. Poesía confinada sin embargo por la restricción de un idioma en un medio cultural modelado por el castellano que ha sido el único idioma nacional hasta hace algunos años, que sigue siendo, por supuesto, obligatorio, y que desplaza al guaraní hacia otros quehaceres menos intelectuales considerándolo pintoresco, y que pervive como testimonio de épocas superadas.

La otra literatura es la castellana. Exiliada dentro del propio país por la impopularidad de su idioma y su lenguaje. Fenómeno más acentuado aún por la literatura de vanguardia cuyo lenguaje abstruso ha ido cavando hondas distancias entre el escritor y su público. Literatura que si gravita lo hace indirectamente, a través de la propaganda de la prensa, de la docencia imperativa, o de circunstancias personales fortuitas, pero nunca por sintonía espiritual o empatía.

Se podría objetar que ha habido o hay autores como Ortiz Guerrero o Roa Bastos que son auténticamente populares. Pero se deben considerar que en ambos casos los factores que determinan esa gravitación están al margen de la verdadera obra de los mismos. «Loca» de Ortiz Guerrero fue tal vez el poema más recitado de su tiempo, sin embargo el público que lo recitó lo hizo sin conciencia de su valor, por una simpatía espiritual, o por contagio sentimental que la maravillosa personalidad del poeta irradiaba. A Roa Bastos no se lo conoce por el intrínseco valor de sus libros, sino por los rodajes cinematográficos de El trueno entre las hojas o Choferes del Chaco, donde de Roa Bastos apenas quedó el clima. Nadie puede afirmar la paraguayidad de nadie sobre la base no verificable de la posesión de una lengua. Se puede sí consignar que la peculiaridad o la proximidad a un medio concurren a dar mejor definición de sus habitantes y que la posesión del idioma nativo marca la distancia más cercana al corazón elemental del país. Ofrece de este modo mayores posibilidades de rendir los secretos seculares de una naturaleza parca y una raza lacónica. La literatura castellana puede dar lo que de universal tiene el hombre paraguayo. La literatura guaraní es la única que puede brindar su particularidad.

Pese a ello, hoy por hoy, la literatura paraguaya es sola y exclusivamente la literatura escrita en español. La única que tiende a sobrevivir, mientras la civilización erosiona el idioma nativo, y del guaraní se aprestan a quedar a corto plazo solo sus «incrustaciones deformativas en el habla española usada en el Paraguay» o como en el Brasil «residuos relegados a la mera toponimia del país».[20]

Natalicio González, en su importante estudio sobre poesía en guaraní,[21] afirma que el cancionero popular es hasta ahora la mejor clave que se ofrece, y acaso la única, para descifrar el enigma paraguayo. ¿Será este cancionero popular ortodoxamente nativo, o dará cabida en su hibridación los elementos populares de ambos idiomas en juego? El guaraní diluido en castellano o el castellano diluido en guaraní, ¿será la cifra salvadora definitiva del alma hispano-guaraní?

 

Segunda parte

a) El problema de la historia

La historia es fundamentalmente testimonio. Ha surgido probablemente en la humanidad como deseo de perpetuación. Los hombres que pese a su sino se resisten a morir han ideado este otro modo de camouflage que es la letra de los documentos. Y sobre esta letra los hombres del presente dialogan con los del pasado. Y los del pasado resucitan, y los del presente muchas veces mueren, desgraciadamente. Porque el pasado cuando no ocupa un lugar mata al presente, es decir, al futuro. Y así hay naciones pobladas de fantasmas, de «convidados de piedra», de vivos muertos, donde los que deben resucitar no son los muertos sino los vivos. El Paraguay es una de ellas. Nacida al filo de la desgracia, su primera actitud fue el testimonio, de su agonía primero, de su derrota después. Derrotas que por bien sufridas eran contadas como victorias. Al pueblo paraguayo la historia nunca le enseñó a vivir, sino únicamente a morir. Y le creó en torno suyo un pesimismo casi determinista. Morir pasó a ser casi un arte, que los historiadores se encargaban de explotar en sus páginas legendarias y fervorosas. Inseguro psicológicamente el paraguayo trató de asegurarse la posteridad. Pero para ello no se propuso la conquista del presente sino la reconquista del pasado. Un pasado quimérico, henchido por el espejismo que nació «como contraposición dialéctica»[22] no de una determinada filosofía, como afirma Raúl Amaral, sino como imperativo vital y psicológico. La historia en el Paraguay tiene ese origen, con toda la gama de variaciones que suponen los estados de neurosis: la ofuscación, el miedo, el mismo fraude y la compulsión en los peores casos. No creemos que un fenómeno tan hondo pueda corresponder a un esquema tan simple como el planteado por Francisco Romero, que atribuye al auge del positivismo el incremento de la historia y del derecho. En el caso paraguayo, puede haber coincidido con la generación del 900 como señala Rubén Bareiro pero no alcanza a explicar el origen de la hipertrofia del género histórico en el país, que es muy anteriormente si se quiere.[23]

h) La historia como literatura

Pero ocurre que un país como el nuestro, de copioso material historiográfico, casi no tiene historia. Porque esta ha sido concebida más en función literaria que histórica. Y este hecho cobra singular relieve en la postguerra del 70 y en la época finisecular, donde O´Leary, Garay, Domínguez, no escribieron ni historia ni literatura, sino una literatura de la historia, donde los recursos literarios juegan un papel tal vez más importante que el propio material histórico. ¿A qué se debió este fenómeno? ¿Por qué fue desplazada la literatura? ¿Por qué se metamorfosea? Como sabemos, la literatura se justifica en tanto es capaz de expresar la vida. Y en este caso la vida de un pueblo. Pues bien, la literatura de esa época carecía absolutamente de poder vivificador, de rango estético. Marrero Marengo, José Segundo Decoud, Enrique Paroli, Victorino Abente, Cristóbal Campos estaban lejos de ofrecer el menos tributo literario. Cultivaban una literatura pseudoclasicista y pseudoromántica, escasamente apta desde el punto de vista estético, e incapaz de erguirse en receptáculo de vida sentimental o espiritual. Literatura de palabra enferma que sucumbió sin dejar un solo verso a la posteridad, y sin haber consolado a un solo corazón de sus contemporáneos. Frente a esta lacrimosa vocinglería se alzó el fervor épico de los historiadores. Garay, manierista del casticismo, con su histórica proclama «A pasado de gloria presente de ignominia», inicia la reivindicación del pasado. Después, O´Leary, con la marca de fuego del Tabaré de Zorrilla, empieza la redacción grávida de una de las prosas más desbordantes y patéticas de su tiempo. Los personajes de su historia se movían como si fueran los de una novela viva. Pero con el dividendo favorable de haber convertido la palabra en verdadero instrumento de acción social. De las palabras de O´Leary resucitaron los muertos de la guerra grande, no de sus tumbas. Y a él se sumaron Manuel Domínguez, manierista de prosa francesa, López Decoud, manierista del estilo inglés, y Gondra, el parnasiano más alto de la prosa americana de su tiempo. La literatura no solo está en los géneros cultivados. Está también y esencialmente en las funciones. La literatura paraguaya del 900 no se debe buscar por eso en la poesía, el teatro o la novela. Se la hallará únicamente en la prosa. La literatura es una necesidad vital de un pueblo. Cuando esta emerge de sus espontáneos orígenes, nace con «fórceps», pero nace. Porque un pueblo no puede soportar sin belleza ni sus triunfos ni sus derrotas.

i) El nacionalismo cultural

Decía Eligio Ayala que el origen remoto de la guerra era una «crisis de fines humanos»[24] y que el origen próximo de la misma es el llamado «principio de la nacionalidad» o nacionalismo. Es fácil inferir que el origen próximo del nacionalismo es justamente «la crisis de ideas, del concepto de la vida, de fines humanos». Producida la guerra, se quiebra el sentido de la existencia. Y entonces el hombre apela a su fantasía para reemplazar las coordenadas biológicas de su existencia. Y nace el mito. Luego los ídolos, y se crean el fetichismo y totemismo primitivos. El hombre claudica en su razón. Y por tanto debe buscar estímulos extrarracionales para el tropismo de su existencia. El fascismo concentró sus especulaciones en «la explotación de las pasiones demoniacas del hombre», dice Erich Fromm. El nazismo en su paranoide agresividad racial. Y así miles de ejemplos, como los de los exploradores del hambre, de la ignorancia o del dolor de los pueblos (Vietnam, Camboya, Laos). Pero todos acusan en la raíz del problema un abrumador complejo de inferioridad. Los unos por inseguridad para la competencia. Los otros por congénita ineptitud para la misma. Se crea el concepto arquetípico de nación, y cada ciudadano se dedica ⸺como si estuviera reeditando la integración de un arquetipo griego⸺ a descubrir o a endosar cualidades secretas o imaginadas o a ese monstruo poliédrico y multipersonal, encarnado por la comunidad. El nacionalismo paraguayo es también producto de su frustración histórica y política. Nace en los momentos en que se agota los fines humanos de la colectividad. Y perdura en tanto no son restituidas las ideas vectoriales que orientan el sentido de la existencia común. El nacionalismo cultural es un simple derivado. Como hecho en sí, consiste en la identificación de los valores políticos con los valores estéticos. Y marca por lo común, etapas paupérrimas de la evolución espiritual de un pueblo. Como la única frontera que reconoce el arte es la belleza, la nacionalización estética solo apareja un rotundo fracaso. El ejemplo más ruidoso sigue siendo el realismo socialista, que ha coartado más de 40 años de evolución artística en Rusia. En el Paraguay, la generación del 900 implantó un modo de nacionalismo cultural, cuyas derivaciones se prolongaron hasta la década del treinta. Los escritores fundaron una literatura o una historia por la simple frecuentación de los episodios o símbolos nacionales. Sus alcances fueron perniciosos especialmente para la literatura que tuvo que renunciar a su vocación liberal, para marchar al tambor batiente de los temas nacionales.

El caso más doloroso es el de Francisco Luis Bareiro, que frecuentó a Darío y trató de importar tempranamente las innovaciones modernistas al Paraguay. La voz admonitoria de Gondra frenó la audacia de este insólito y débil cruzado literario, y con él cercenó y trastocó el destino de una corriente estética en el Paraguay. El otro caso inverso pero relativamente llamativo es el caso de Goicochea Menéndez, el modesto literato argentino, que fue más valorado que Barrett, como gratificación a sus páginas de cálido nacionalismo paraguayo.

La guerra del Chaco consagró a Enriqueta Gómez Sánchez como la del 70 había inmortalizado a Natalicio Talavera.

j) El provinciano cultural

Es la visión centrípeta, única y transmutadora de la realidad, que concibe a esta como simple subproducto del acaecer regional. Tiene serios puntos de contacto con el nacionalismo. Aunque tiene también su reverso. En el Paraguay su consecuencia principal fue el asincronismo literario. Muchos, sin embargo, consideran a éste como causa del provincianismo. «Una literatura ⸺escribe el crítico argentino Raúl Amaral⸺ llena de frustraciones, de apetencias fragmentadas, de tramos unidos a destiempo». No confundamos como decía Barrett los epifenómenos con sus causas. La literatura paraguaya de la época modernista, como la de la inmediata vanguardia no actuó al margen absoluto del acaecer estético mundial. No fue tan desvalida como parece.

Enumeramos sucintamente los siguientes hechos que relativizan esta opinión. Francisco Luis Bareiro conoció a Darío hacia fines del siglo. En 1898 fechó su famoso poema titulado «Espuma». Según consta Darío tuvo una estrecha relación con Paraguay. Conoció a Gondra en la conferencia panamericana de Río de Janeiro, escribió sobre la intelectualidad paraguaya y citó a Garay, Domínguez, López Decoud, etc., según opina Sánchez Quell. Por el Paraguay pasaron Zorrilla de San Martín, Valle Inclán y Blasco Ibáñez. En Juventud, Heriberto Fernández hizo conocer directa o indirectamente a Unamuno y a Vallejo. Se citó a Ortega. Ortiz Guerrero conocía con precisión a Antonio Machado, cuya poesía «Al maestro Chamorro» es una imitación del poema de Machado «A don Francisco Giner de los Ríos».[25] Es evidente que no hubo un enclaustramiento recoleto sino que faltó sensibilidad para sintonizar la época.

k) Política y cultura

La cultura fue siempre en nuestro país trampolín para fines distintos. La vocación intelectual se confundió con la vocación política. Los escritores no usaron la palabra para influir a través de sus cauces específicos. Es decir que nunca un literato influyó a través de su literatura o de su arte. O un historiador gravitó por sus ideas históricas. O un científico (si lo hubo) a través de sus descubrimientos. Gondra para dirigir a su pueblo tuvo necesidad de la investidura presidencial. Domínguez en su época hizo lo propio, así como Báez. La cultura no propugnó el proselitismo de las ideas. Cuanto más, propugnó ideologías y doctrinas políticas adecuadas a las pobres circunstancias locales. La obra más sólida de la cultura del siglo XIX tal vez sea su Constitución, no por su originalidad, que no la tiene, sino por el espíritu que la creó y mantuvo.

Planteada la cultura como acción de fuerzas humanas,[26] no de ideas, se desvirtuó su valor generador y los futuros líderes no recurrieron ya al expediente decimonónico de la ilustración y el conocimiento, sino orientaron sus ambiciones hacia zonas de mayor efectividad y peso social. Los intelectuales, al actuar al margen de sus escalafones mentales en la vida nacional, fueron los responsables de la quiebra progresiva del civismo, que hoy en Paraguay y América marca su hora más crítica.

 

Tercera parte

l) Generaciones y promociones literarias del Paraguay

Hay una sola generación intelectual que representa caracteres verdaderamente definidos en nuestra cultura, ni nos ceñimos al esquema de Petersen o nos remitimos al concepto orteguiano de generación como diferencia de nivel vital. Es la generación del 900. Rubén Bareiro Saguier ha publicado un meduloso trabajo de clasificación literaria en que anota las siguientes características:

1. Las coetaneidad resultante de la fecha de nacimiento.

2. Los elementos educativos comunes, pues todos los integrantes se formaron en el Colegio Nacional, en donde adquirieron conciencia generacional (todos con excepción de Alejandro Guanes (1872 – 1925), que también pertenecen al grupo). Además la formación libresca es también la misma, como puede verse en la cita que hace Raúl Amaral de las «orientaciones memorables».

3. La comunidad personal es indudable a través de la amistad, de la tertulia, de las redacciones de periódicos, de las polémicas, de la correspondencia.[27]

Raúl Amaral, uno de los más dedicados estudiosos sobre el tema, señala como aporte decisivo de esta generación «el concepto de modernidad» introducido desde entonces en nuestra cultura. Amaral es el formulador de lo que podría llamarse la doctrina del 900. Su conocedor necesario y probo. Lo que debe subrayarse a lo mucho que ya se ha dicho sobre esta generación, es que pese al esfuerzo que significó su advenimiento, su labor precursora no posibilitó continuidad, porque siendo ella producto de la improvisación no supo delimitar su propio rumbo doctrinario ni estético. Pese a lo que afirma Justo Pastor Benítez (h), no hubo pensadores isócronos en el Paraguay (ni el mismo Pane, ni Báez), porque en el Paraguay no había advenido aún filósofo alguno, sino simples expositores de ideologías y doctrinas. En literatura, la generación del 900 presenta idéntico desconcierto. Por un lado O´Leary y su romanticismo zorrillano. Por otro lado Fariña Núñez y su rígido y marmóreo parnasianismo. Gondra, confeso adversario del Modernismo, era sin embargo un parnasiano irremediable. Y el poeta Guanes, el modernista más emotivo y nostálgico de nuestra poesía, había realizado la difícil labor simbiosis Poe – Darío (que tanto resultado había rendido a Ricardo Jaime Freyre). Una multiplicidad de estilo que se va haciendo cada vez más dispar y caótica subraya la falta de verdadera vertebración estética de este grupo de intelectuales que pese a ellos marcó hitos en nuestra historia cultural.

Dos promociones se suceden rápidamente en el primer cuarto de siglo sin dejar otra huella que su fatalismo y las ojeras de una literatura sentida ya de espalda a la evolución estética continental. Crónica (1913) y Juventud (1923 – 1926), que fue el brote epigónico de ese mismo modernismo tardío de Crónica. Leopoldo Centurión, Roque Capece Faroene, Molinas Rolón, Pablo Max Insfrán, crearon sin embargo, si no una literatura propiamente dicha, el clima para una literatura, difundiendo a través de su bohemio decadentismo, una pintoresca aunque lancinante literatura viva.

A la promoción de Juventud le cupo idéntico destino. Sus vocaciones más preclaras como Raúl Battilana de Gásperi, Heriberto Fernández, Herrero Céspedes, cayeron abatidas por la «suerte de Tántalo» de nuestra literatura. Sobrevivieron, sin embargo, José Concepción Ortiz, Hérib Campos Cervera y, en la prosa, Carlos Zubizarreta. Extraño el caso de Zubizarreta que solo más tarde había de aportar su libro capital Acuarelas paraguayas, la primera prosa escrita con intención artística en nuestro país y precursora por tanto estructuralmente de la narrativa contemporánea. Se han ido a buscar los críticos precursores de la novela muy lejos. Han resucitado Gérmenes de Rodríguez Alcalá; otros han recurrido a cuentistas ocasionales, pero han pasado de largo y silenciado la obra de Zubizarreta. Este tiene sin embargo la mejor prosa modernista del país. Francisco Pérez Maricevich ha reclamado este puesto para Natalicio González, con sus Cuentos y parábolas o su Raíz errante, pero la prosa de Natalicio adolece de una frialdad congelante que da la sensación del dominio de la técnica sobre el arte. Víctor Morínigo, con sus Apólogos guaraníes, tiene también derechos en esta disputa. La prosa de este escritor es de una justeza y tersura extraordinarias.

La guerra del Chaco no gravitó sobre la sensibilidad artística del país. Hugo Rodríguez Alcalá publicó un libro titulado Estampas de la guerra, que pese a ser un avance estilístico del autor no se constituyó en testimonio estético. José Villarejo publicó una novela sobre este tema, pero sus creaciones literarias tampoco ofrecieron ninguna clase de relieve artístico.

Las dos promociones subsiguientes son las del cuarenta y la del cincuenta. Y una tercera promoción (la del 60) que se ha asomado con desconocida celeridad editorial.

La promoción del 40 trae de los cabellos la renovación estética contemporánea. Esta viene luego de azaroso y largo calvario estético. La literatura contemporánea paraguaya no es solo el nacimiento de una nueva corriente estética, sino la primera aceptación y comprensión cabal del fenómeno artístico en su dialéctica tesitura de hecho cíclico, de lenguaje de época, de impostergable e intransferible expresión literaria. Es además la definición y aceptación de la vocación artística como estímulo humano. El artista pasa a ser primero hombre para ser luego artista. Proceso inverso a lo que ocurría anteriormente donde la personalidad humana debía adecuarse a un esquema preconcebido y estereotipado de la vocación o profesión.

No se puede hablar de la promoción del 40 ni de las promociones siguientes si no se plantea el problema de los precursores de nuestra literatura contemporánea. Se debe hablar de Ortiz Guerrero, su precursor humano («Su mejor poema fue su vida», Lamas); de Julio Correa (1890 – 1953), su precursor verbal, que rompe con las palabras perfectas y la estética hedonista imperantes hasta entonces; de Heriberto Fernández (1903 – 1927), que trató de forcejear el verso modernista y le insufló un renovador e inquietante soplo de angustia; de José Concepción Ortiz (1900 – ), que con su soneto a Raúl Battilana de Gásperi, escribió el poema más cáustico y existencial de nuestra literatura. Y algunos poemas de Josefina Plá, que desde El precio de los sueños, 1934, muestran las primeras señales de la extinción del modernismo y el advenimiento de formas y estructuras contemporáneas. «Despoje del alineamiento modernista y su enfoque de corrientes ultramarinas», Raúl Amaral.

Pero esto sería excesivo a nuestro propósito, en un trabajo como este cuya finalidad principal es atar cabos de la desarticulada vida e historia de la literatura del país.

La promoción del 40, incluye a Hérib Campos Cervera (1908 – 1953), Josefina Plá (1909), Elvio Romero (1926), Augusto Roa Bastos (1917), Ezequiel González Alsina (1919), Oscar Ferreiro (1922), José Antonio Bilbao (1919), Hugo Rodríguez Alcalá (1918). Los unificó un afán de contemporaneidad, salvo a Rodríguez Alcalá que se sumó tardíamente. Una voluntad de estilo. Una nueva filosofía, fundamentalmente anárquica, definida por Josefina Plá como «No sabían lo que querían pero sabían lo que no querían». A la promoción del 40 pertenece también José María Rivarola Matto (1917) y Gabriel Cassaccia (1907) por relativa coetaneidad literaria.

La promoción del 50 aparece tras la guerra civil del 47. Sus integrantes como los del 40 ensayan una sorda poesía reivindicatoria. El acento civil sella el registro de su palabra. Por ello su obra inicial ha sido calificada de epigónica (Miguel Ángel Fernández). Pero sus integrantes más conspicuos han logrado una expresión propia significativa: Ramiro Domínguez (1927), José Luis Appleyard (1927), Rubén Bareiro Saguier (1930), José María Gómez Sanjurjo (1930), Carlos Villagra Marsal (1932), Ricardo Mazo (1927), Elsa Wiezzel (1927), María Luisa A. de Thompson (1927). A esta promoción debe incorporarse el nombre de Mario Halley Mora (1927), cuyo poemario Piel adentro denota elementos poéticos comunes a la estética de este grupo. También se debe citar a Rodrigo Díaz Pérez (1924), recobrado y luminoso, que ofrece un perfil distinto en El minuto de cristal y Los poros del viento. La mayoría de los poetas de esta promoción surgió bajo el maestrazgo del sacerdote español César Alonso de las Heras, que a través primero de la Academia Literaria del Colegio San José y luego de la Academia Universitaria difundió fervorosamente los ideales de la nueva literatura.

La promoción del 60, integrada por Esteban Cabañas (1937), Francisco Pérez Maricevich (1935), Luis María Martínez (1933), Miguel Ángel Fernández (1938), Roque Vallejos (1945), J. A. Rauskin (1941), Osvaldo González Real (1942), Mauricio Schvartzman (1939), Pratt Mayans (1943), aparece bajo un signo negativo dialéctico de inconformidad frente al mundo. No entiende ya que la realidad es solo social. Apuntala la dimensión metafísica, religiosa y filosófica. Suerte extraña la de esta promoción que aparece en el momento exacto en que la reacción contracultural, como subraya el Prof. Pedro Aníbal Rolón, inicia su estratificación y su afianzamiento. Si bien es cierto que la política y la sociedad paraguayas se han caracterizado siempre por su marcada estructuración reaccionaria, hasta entonces no se había sistematizado intelectualmente la vigencia imperativa del disvalor. Tal vez la característica más significativa haya sido el fanático misoneísmo que hizo Pratt Mayan (1963). El cuento de escaso valor literario resquebrajaba no solo los sentimientos humanitaristas y estereotipados de la concepción occidental y cristiana del arte y de la vida; planteaba el más rotundo desconcierto en cuento a la vigencia de los valores formales de la creación literaria. Pavel fue el último intento revolucionario de nuestra literatura. Planteó la instantaneidad el absurdo, la contingencia, la locura como atributos fundamentales del arte en contraposición al ucronismo, el sinfronismo, la inmortalidad y otras categorías sacramentales del arte, «bien nacido». Los diarios cerraron sus puertas al joven autor y una campaña de «delirio sistematizado» acosó al escritor a través de las columnas del semanario Comunidad, órgano oficioso del episcopado paraguayo, entonces refrenado intelectualmente por el periodista español, Opus Dei, Juan Reparaz. Por otra parte, los poetas del 60 también se ensañaron con el concepto absolutista de Dios, pulverizándolo en versos de amargo escepticismo o de enceguecida apostasía.

Lamentablemente los poetas de esta promoción fueron dispersados por la coerción, la intriga política o en el peor de los casos la claudicación.

Posteriores a estas promociones son los integrantes de la novísima literatura paraguaya. Sus escritores en su mayoría de extracción burguesa: clase media acomodada, que replantean la lucha social y política, esta vez al amparo de la nueva actitud de la Iglesia paraguaya, que a partir del Concilio Vaticano II (1962 – 1965) y fundamentalmente desde la Conferencia Episcopal en Medellín (1968) rompe con su conservadurismo indiferente y eufemístico para adoptar una franca actitud de combate y denuncia.

«La juventud no solo denuncia, sino que anuncia el nuevo mundo que se viene» es la consigna de la Iglesia. Los jóvenes escritores vuelven a la poesía reivindicadora en forma circunstancial y optativa. Reservan sin embargo otro tipo de creación para definir su personalidad literaria. La literatura que cultivan no aporta tonos nuevos ni acentos originales. Es una «tradición estética revolucionaria». Aquí se plantea otra vez aquello de Baroja: «repetir no es revolucionario».

Integran esta promoción René Dávalos (1945 – 1968), José Carlos Rodríguez (1948), Nelson Roura (1943 – 1969), Juan A. Cardozo (1941), Adolfo Ferreiro (1946), Guido Rodríguez Alcalá (1946), Lincoln Silva (1944), Juan Carlos Da Costa (1944), Luis Alberto Boh (1953), Emilio Pérez Chávez (1952), Pedro Gamarra Doldán (1950), William Becker (1944). Casi coetáneos con algunos de ellos son Nelson Rojas (1944), autor de los primeros relatos de intención objetivista; César Ávalos (h) (1952); tal vez el más promisor resulte hoy Víctor Suárez (1950), que mezcla la protesta social con la religiosa.

Ceniza redimida

El primer libro auténticamente representativo es Ceniza redimida, escrito por Hérib Campos Cervera, casi como testamento literario ya en vísperas de su sorpresiva muerte. Campos Cervera es el primer estilizador de la realidad dentro de la literatura de vanguardia. Luego de una larga peregrinación por el modernismo, el postmodesnismo, llegó Campos Cervera al comienzo de su plenitud. Traía el cuerpo lacerado por las expiaciones de los pecados estéticos anteriores, y un voraz apetito de autenticidad humana desconocido en nuestro medio. Pero pronto comprendió Campos aquel fenómeno anunciado por Ortega en su «Deshumanización del arte: el público se divide entre los que comprenden el arte nuevo, y los que no lo comprenden. Los unos aparecen como individuos superiores y aristocráticos, los otros como inferiores y proletarios, incapaces de compartir el secreto de un arte que se mira pero no se ve, que se toca pero no se siente». Campos Cervera, abanderado de la poesía social, se parapeta en el drama insoluble del lenguaje poético contemporáneo. El viejo luchador social no podía utilizar en el momento de la batalla su única arma de toda la vida: la poesía. Y entonces recurre a los símbolos toponímicos y folklóricos de nuestra nacionalidad y a los signos universales que corporizan los más caros sentimientos de la humanidad. Así surge «Un puñado de tierra» con su triple vertiente confundida: la poesía social, la poesía telúrica y la poesía metafísica. El pueblo, la patria, la posteridad, como un puñado de tierra. Con Campos Cervera aparecen los temas del hachero y del mensú, del revolucionario, del agricultor desheredado. Sin embargo el pueblo que lo acompañó en las luchas se debió resignar a aceptar su obra por acto de fe, con el alma huérfana de esa poesía que Campos Cervera creyó escribir a la medida de cada corazón paraguayo.

Porque Campos Cervera es una de los primeros en romper el sibaritismo cultural, es decir con la oligarquización de la cultura,[28] esta mediatización comunicativa que planteó su obra es más sensible aún. Inmerso en la vocinglería retórica da la poesía militante de su época: Neruda, Guillén, Lorca, demoró la adquisición de un estilo personal, debiendo pagar caro el aprendizaje. Son pocos los poemas rescatables íntegramente de su obra. La mayoría de ellos acusa un barroquismo huero: «Yo estaba en el costado de la furia / Cuando ellos manejaban las aristas del trueno». Además hay poemas ripiosos que la «inocencia cognoscitiva» de su tiempo, menciona Whitehead, encumbró en vano, creando pautas desorientadas para la juventud. Sirva como ejemplo el poema «La noche de los toldos», elogiado por antólogos e historiadores.[29] No creemos que Campos Cervera haya sido el mayor poeta paraguayo, en este afán deportivo de las comparaciones odiosas. Su obra precursora, incompleta. Dispar, técnicamente precaria, tiene la grandeza visionaria del destino bíblico: el sueño de la tierra prometida.

Filosóficamente Campos Cervera ofrece una implacable visión materialista de la vida, concebida en función de símbolos ancestrales: la cal, el hueso, la tierra, la madera. De esta ruptura brusca con lo sobrenatural nace su afán redentorista y humanizador: su doctrina del projimismo, o sea, la solidaridad raigal con la naturaleza humana desvalida, la «otredad» concreta, que Antonio Machado intuyó en su cancionero.

En la línea directa de Correa, la obra de Campos Cervera es la primera enunciación blasfema de la belleza, en una intelectualidad alcalina y aséptica, donde el prestigio se hallaba al servicio de los monopolios pseudoculturales.

Premiado con el exilio, falleció Campos Cervera en Buenos Aires, víctima del recuerdo de su patria. Con su desaparición quedó callada otra sílaba de una posible definición nacional.

La babosa

Desde Barrett nadie en la narrativa paraguaya había apuntalado tan crudamente la «realidad nacional», nos referimos a esa experiencia humana que viene aconteciendo en el Paraguay hace más de cuarto de siglo, a la que muchas veces la sociología se ha visto tentada a llamar «ficción», pero cuya patencia en la vida de un pueblo no se puede desvirtuar. «No creo que la realidad nacional sea ni un interrogante, ni un misterio», dice Casaccia en una carta al autor de este ensayo, enumerando luego varios hechos cuya negatividad no excluye la existencia de la misma: «sentimiento compensatorio del pasado», «insatisfacción del presente», «falseamiento de la historia», «narcisismo adormecedor», «falta de héroes civiles», «desconocimiento de la libertad». Todo eso, y mucho más, dice Casaccia, es nuestra realidad.

Sobre esas premisas críticas, se habría de levantar el «antihéroe» que Casaccia ha puesto de pie como personaje arquetípico de la concepción antidialéctica del hombre paraguayo. La babosa, novela sin protagonista, como la ha llamado Josefina Plá, es la primera obra narrativa importante del país. Apareció en 1952, cuando el autor había quemado sus ambiciones retóricas, valle-inclanescas, y había pasado a militar en la línea dura de Proust, Dostoievski y Baroja.

En el medio se tenía un concepto preceptivo y unívoco de la novela. Una conciencia hedonística y edénica. Se nos ocurre que había conjuración del silencio en torno a la realidad. Casaccia fue considerado traidor. «Se trata de algo mucho más grave que el engaste de una que otra expresión injuriosa al sentimiento patrio; se trata nada menos que del clima total de la novela: clima antiparaguayo y antipopular y agregaríase antihumano de depravación».[30]

Casaccia, perteneciente a una clase social burguesa, se ha rebelado pese a ello contra la misma. Su austeridad intelectual, su sinceridad cortante, su calidad humana, lo situaban en una atalaya estratégica para la denuncia. Dentro de los moldes todavía tradicionales de la novela realista, Casaccia dibujó el perfil macroscópico de un pueblo, lo buscó en la obscuridad de una naturaleza humana castigada y rencorosa. Abrió las compuertas de sus fantasmas interiores. Fue el primer novelista paraguayo que clavó las espuelas en el inconsciente colectivo. Por eso a muchos críticos pareció naturalista: había demasiado morbo y determinismo. Así, Anderson Imbert ha dicho que a Casaccia su naturalismo no le deja inventar, sino inventariar la baba de los chismes, la corrupción moral, la miseria física, las taras y los envilecimientos de un pueblito cercano a Asunción.[31]

Casaccia es realista y objetivista diríamos a desmedro de una redundancia. Es un escritor comprometido en el sentido antropológico y no político del término, es decir, en cuanto está participando de una tarea «personalizante y personalizadora» en el rubro de la «historicidad», tomada esta como una de las normas y los criterios de la humanización.[32]

En este sentido estricto, La babosa ha denunciado el fraude a que somete al hombre paraguayo, ajeno a su propio destino, alienado por su miseria, por su ignorancia, por su doloroso desamparo. Todo esto dentro de un contexto anacrónico, tradicionalista, degradante, donde los factores económicos, políticos y sociales son imperativos.

Casaccia ha publicado luego La llaga (1963) y Los exiliados (1966). Esencialmente esta última ha creado cierto recelo sobre la monótona recurrencia en torno a la «miserabilidad de sus criaturas». Se ha dicho que es «el mejor representante de la literatura existencialista en nuestro país». Sus raíces filosóficas arrancan más de las divulgaciones existencialistas de la literatura sartreana, que de la teórica estructuración de Heidegger.[33]

La literatura posterior a Casaccia se ha inspirado en su obra transformándose en «fenómeno problematizador» por excelencia. Este tipo de antiliteratura que hace Casaccia se presenta como el medio menos retórico y más efectivo para desnudar la realidad.

Casaccia domina su técnica. La ha connaturalizado a su mundo narrativo. Su palabra es a veces áspera, pero calza siempre la emoción o las ideas de sus protagonistas. Por ello es llamativo el hecho de que cuando el autor se propone disecar caracteres o tipos su tarea se resiente de falta de hondura especulativa. Él es un intuitivo. Capta más la imagen que la idea de sus personajes.

Hijo de hombre

Hijo de hombre es la primera visión dialéctica del hombre paraguayo. Más allá del «incandescente nacionalismo» o de la «versión legionaria de la antipatria» (sic), según los términos alógicos de la cultura pre-crítica del país, técnicamente «maniqueísmo», ofrece Roa una transida historia del hombre paraguayo, rescatado del epicentro temporal, rezumado de la propia historia nacional por primera vez contada como leyenda.

Antes que Roa el hombre interesaba en tanto era paraguayo. Como elemento folk. Ninguna historia que eludió la escarapela de la paraguayidad pudo interesar nunca. Barrett para tener voz tuvo que apellidar al dolor: El dolor paraguayo. Mientras reclamó en nombre de la humanidad fue despreciado. O´Leary escribió las únicas páginas vergonzantes de su vida contra Barrett. Goycochea, sin embargo, usó el eslogan y fue adoptado. El novecentismo creó una ética intelectual basada en la imagen externa de la patria. Nuestra literatura pasó a ser «El libro de los héroes». Casaccia rescató la ética de Barrett. Y su suerte también. Un pueblo no reconoce sus dolores. El dolor en sí es una «abstracción», pareciera colegirse de la sabiduría popular. Solo es real en tanto dialécticamente forma parte de la felicidad. En su conciencia edénica, el paraguayo solo admite el mal en cuando establece la opción al bien. Roa resucitó ese contrapunto religioso de la conciencia nacional de un pueblo inmolado pero resurrecto por su dignidad omnipotente. En la novela de Roa no hay muertos. Los que mueren lo hacen para resucitar. Ni la desesperación quiebra el manantío de su dignidad «preternatural». «Un paraguayo ⸺dice Roa⸺ no se suicida jamás (la muerte), cuanto más, se deja morir (la resurrección), que no es lo mismo». El paraguayo interesa como hombre. Giro copernicano de la literatura paraguaya. Solo Roa estiliza la realidad. Y su personalidad de escritor camufla su significado de revolucionario de nuestro tiempo, Roa ha engrosado la fila de escritores latinoamericanos que crearon la expectativa revolucionaria en Latinoamérica. Desde las lujosas trincheras de Londres, París, Roma, Barcelona o Buenos Aires, los escritores comprometidos del continente narraron la víspera de una revolución que no ocurrió. Tanto es así que a la nueva narrativa latinoamericana se la podría llamar con versos de Nicolás Guillén «canción de vísperas». La revolución no estalló y ya no hubo nada que contar. La obra literaria dejó de ser tal. Los latinoamericanos se comprometieron «hasta el mango con la realidad». Desde entonces ya no importa si una obra vale o no. Lo importante es si ocurre o no. El valor está en la realidad, no en la ficción. El que no tiene el valor de contar la vida, debe callar. La obra de Roa corrió la suerte de esta literatura estéticamente eufórica, hija de Le Monde o Gallimard o Losada.

Muerta la literatura profética, aquella que según León Bloy «recordaba el porvenir» (pero ignoraba el presente), la literatura pasó a ser la propia existencia. Vivir se transformó en un arte cuya dramaticidad dibujó los perfiles de la tragedia. Ningún escritor pudo ya así ser considerado revolucionario lejos de su país.

Hijo de hombre técnicamente se inscribió dentro de una nueva tesitura narrativa. Aquella que Vargas Llosa definió como «nueva épica». Una obra que incluiría todos los géneros y funciones según la apetencia del acaecer. Renovaba así Roa Bastos la anquilosada estructura narrativa del país de cara al paredón de la novela tradicional.

Asimilaba Roa fuertes influencias de Asturias, reminiscencias del viejo Rivera, y un claro patente sobretono faulkneriano. Reivindicaba también Roa el animismo de una lengua captada en el momento de la ignición antropológica, pletórica de memorias ancestrales: el guaraní.

Asturias, con Hombres de maíz, habla renovado la parábola bíblica del hombre emergido de la tierra. Había iniciado lo que llamaríamos «forestalización» del hombre americano. Roa recoge el ejemplo y hace parir a la madera. Cristo de madera. Patria de madera. Hombre de madera. De esta nueva trasmutación no se ha podido liberar toda la literatura posterior a Roa, siendo típico clisé de nuestro arte actual, cuyas equivalencias antropológicas no han sido estudiadas aún (ver Elvio Romero, la promoción del 50, del 60 y posteriores).

La raíz y la aurora

Que una obra estrictamente cosmopolita como la de Josefina Plá pueda expresar la realidad nacional, desde luego presenta sus serias dudas. Pero ¿qué literatura escrita en nuestro país, salvo la guaraní, es capaz de configurar los rastros identificadores del ser nacional? Si bien no se puede ser apodíctico, es indudable que la contribución efectiva de la literatura castellana es totalmente cuestionable. Primero fue por la estereotipia de una caracterización convencional del arte, con su consecuente pauperismo técnico, fruto de improvisaciones o repentismos, y resultado de una labor considerada adventicia y gratuita. Segundo: la misma naturaleza del arte contemporáneo creó distancias hasta hoy no resueltas entre la constante humana y su expresión estética en el arte. Este arte para minorías que se mantuvo en vigencia en memoria de una larga tradición aristocrática, alcanza hoy justamente su fecha límite para definir su porvenir: la renuncia al circunloquio y la contaminación con la realidad, o el definitivo confinamiento en las obras momificadoras, que desde las bibliotecas custodian la impotencia de una verdad concebida como lujo de abstracción.

La obra de Josefina Plá, si bien no redescubre perfiles característicos de la dramática circunstancia del hombre paraguayo, inscribe en su torturado confín antropológico todos los dolores, todas las angustias, todas las esperanzas de una raza que ella misma definió como «geotangencial», en el momento tremante en que el hombre al evadirse de su propio planeta, encuentra sin embargo la dolorosa alternativa que su infinitud puede no ser otra cosa que simple espacialidad o temporalidad reducida y contingente.

Los poemas de La raíz y la aurora, constituyen la más acabada técnica literaria en nuestro país. Como elaboración metafórica, como construcción imaginativa, como advenimiento de una nueva temática dentro del melifluo contorno sentimental de nuestro país, la obra de Josefina Plá ha gravitado en la formación de todas las promociones que vienen después de ella. Ha irradiado su maestrazgo a través de una actitud desnuda y sin concesiones: la poesía concebida como la palabra insustituible. Josefina Plá ha inculcado un ritual cuya ornamentación ascética se reduce a la concepción del poema como una nueva mayéutica de la sensibilidad del hombre en nuestro tiempo.

Los innombrables

Aproximadamente por el año 1964, en Montevideo, apareció un pequeño cuadernito de bolsillo, que llevaba por título Los innombrables. Traía el mismo poema que en Asunción había circulado inserto en una revista brasileña, «Narceja». La rotundidad del verso, la ira de la denuncia, la plasticidad del fresco inmenso levantado por la palabra del más importante poeta vivo del país, devolvió la esperanza de tantos jóvenes que presenciaban escépticos el manoseo verbal de los dolores de su mismo pueblo, puestos en la picota reivindicatoria como tema literario con evidente productividad particular para los autores, pero extraños completamente al sujeto de la obra de una literatura retórica y cosmopolita.

Este «escribir para los de abajo» de Elvio Romero, con la conciencia irreal de su efectividad, ha planteado evidentemente una pugna feroz donde la militancia intelectual no pude ya sostenerse allende nuestras fronteras (de paraguayos), no solo físicas sino cognoscitivas, en un instante donde Latinoamérica reclama como único pendón la realidad concreta.

Romero, es cierto, se ha mantenido en unas coordenadas que sin transigencia han delimitado una inventiva y una pasión en la lucha por las libertades del país, reduciéndose en la mayoría de los poemas a temas de algún dintorno revolucionario.

Dejando de lado la marcada influencia de los grandes poetas hispanoamericanos que han imprimido una marca de fuego a los versos de Elvio, como Hernández, Nicolás Guillén, específicamente, y por qué no Alberti y el mismo Neruda, hasta el extremo de ser considerado como poeta de escasos recursos personales (Miguel Ángel Fernández), es evidente que su obra cobra plenitud cuando su voz rasga el aire popular en poemas donde el tañer guerrero, como ha dicho Alberti, huele más que a Romero «a reguero de pólvora, a cuerpo ensangrentado».

Esta necesidad de trasuntar la realidad más allá del eufemismo estético, es un reto que todo poeta debe responder en esta puja dialéctica donde una literatura reclama una perentoria efectividad.

La Editorial Losada ha reunido los poemas de Elvio Romero bajo el título de Los innombrables. Y el poema que diera cuerpo a aquel cuadernito casi clandestino que circulaba entre los amigos de Marcha, de Montevideo, aparece hoy anonado por una batería retórica, donde el poeta se solaza en un virtuosismo técnico «huero y desnudo», necesariamente inconducente con respecto a su objetivo: la realidad. En el libro se recopilan poemas de épocas dispares.

Estilos literarios en el Paraguay

Tres estilos se pueden identificar claramente en nuestra literatura: el Romántico, el Modernista y el de Vanguardia o Contemporáneo. Pero así como resulta fácil la filiación estilística es harto difícil su ubicación precisa en la historia.

En efecto el romanticismo que aparece en nuestra literatura con el traductor de Lamartine: Natalicio Talavera, arranca tardíamente desde la segunda mitad del siglo XIX y se extiende hasta los albores de la guerra del Chaco, si no ya como estilo, como sobretono estética de las más variadas escuelas literarias actuales. ¿Qué características tiene el romanticismo paraguayo? ¿Cuáles fueron sus fuentes? ¿Quiénes son sus protagonistas? ¿Venía el romanticismo literario en poesía de Víctor Hugo, Espronceda, Bécquer? Pero no era un romanticismo aséptico y puro como el que cultivaron los padres de esta escuela, sino era una mezcla, de seudoclasicismo y del más sórdido romanticismo efectista y trágico de la literatura española (el que venía directamente de Espronceda y por tanto de sus orígenes remotos en Byron): el seudo-clásico Quintana con sus marciales acentos reivindicatorios sonoros y ampulosos que marcó hito, o mejor, dejó muesca en todo estilo literario de la América decimonónica (especialmente en el Río de la Plata con su ejemplo característico: Acuña de Figueroa), influyó en el tono épico, que en todo momento trató frustradamente de hallar registro en nuestra poesía. Este romanticismo no era exclusivamente peninsular, venía también, del uruguayo Zorrilla de San Martín, ¿y por qué no del argentino Etcheverría?

Las características de este romanticismo están determinadas por su origen: trágico, deprimente, elegiaco y levemente mórbido con algunos espasmódicos brotes épicos. Es posible también señalar el espíritu aventurero e irredento de esta poesía ejemplificado por la elección y exaltación de figuras heroicas, arquetipos revolucionarios, etc.

Ejemplos: Natalicio Talavera canta al centinela; Enrique L. Parodi a la fraternidad y a la patria; Venancio V. López al Paraguay (famoso poema en su tiempo); Ignacio A. Pane al pombero; O´Leary al salvaje; y Victorino Abente y Lago pone pie a su «Sibila Paraguaya» que es, quiérase o no, la primera resurrección lírica del Paraguay post-guerra. Indudablemente los poetas más destacados son O´Leary e Ignacio A. Pane que tratan de introducir los primeros signos folklóricos o raciales en nuestra literatura. Es tal vez su aportación más considerable.

EL MODERNISMO: el modernismo paraguayo se inicia cronológicamente con Francisco Luis Bareiro (1879 – 1922) cuyos poemas acusan la leve infiltración rubendariana si no en el estilo por lo menos en la elección de los temas encantadoramente líricos del modernismo. Posteriormente aparecen dos promociones modernistas: la primera la de la revista Crónica que surge en el año 1933, dirigida por Leopoldo Centurión, Pablo Max Insfrán, Guillermo Molinas Rolón, Roque Capece Faraone y Guillermo Campos. Y la segunda, la de la revista Juventud, integrada por Raúl Battilana de Gásperi, Heriberto Fernández, Carlos Zubizarreta, José Concepción Ortiz, Hérib Campos Cervera, y que contara también con las juveniles colaboraciones de Josefina Plá. Este modernismo como aquel arranca específicamente de los modernistas uruguayos y de Rubén Darío.

Tiene rastros de Lugones y hay notables coincidencias de la poesía de otro modernista paraguayo no incluido en estas promociones que es Alejandro Guanes y el boliviano Ricardo Jaime Freire. La prosa de estos escritores no acusaba el menor matiz modernista excepto la de los Zubizarreta, a quien ya hemos aludido. Gómez Carrillo, el cronista lujoso del modernismo, pese a haber sido conocido y admirado por los integrantes de Juventud no causó mayor impacto en el estilo de la época. Como solitarios eslabones aparecen los tres modernistas importantes de nuestra literatura: Alejandro Guanes, Eloy Fariña Núñez y Manuel Ortiz Guerrero. Se dividen las dos alas del modernismo, unos optan por el parnasianismo, otros por el simbolismo, aunque algunos realizan ambas experiencias. Alejandro Guanes es una figura de caracteres inéditos en nuestra literatura que debe ser reivindicado como una de las vigorosas personalidades poéticas del modernismo latinoamericano. Su poema «Las leyendas», que es un pequeño caleidoscopio donde asoman rutilantes y cegadores los distintos aspectos de la personalidad nacional, aglutina elementos históricos, folklóricos, míticos, en un sobrio intento de definición de un clima psíquico. Técnicamente Alejandro Guanes realiza una curiosa fusión estilística donde conjugados la estructura rubendariana y la melancólica y arrebatadora música de Poe, como ocurre exactamente en el boliviano Freire.

Fariña Núñez, abanderado del verso blanco hizo modernismo más por coincidencia que por contagio. Su frecuentación helénica tal vez fue concomitante a la actividad estética de los modernistas. Pero las ambiciones de Fariña Núñez fueron un tanto excesivas porque pretendió armonizar tres idiomas o tal vez cuatro: el griego, el latín, el castellano y el guaraní. Por supuesto, pese a su cálido afán histórico, la escurridiza realidad nacional apenas se asomó a sus versos.

Y por último debemos hablar de Ortiz Guerrero, el más emotivo y musical de nuestros bardos como le ha llamado Buzo Gómez y el más popular como quiere Carlos R. Centurión. Ortiz Guerrero casi fue un ortodoxo rubendariano; se podría decir que aprendió la técnica del nicaragüense de memoria, pero este dominio no le fue tan productivo porque adolecía de una falla radical: la falta de dominio del idioma. Ortiz Guerrero, gran poeta guaraní, salvó algo de su poesía castellana merced al endoso rítmico que de la lengua vernácula transportó a sus versos realmente patéticos y musicales.

La aportación del modernismo a la expresión del ser paraguayo se basó en el acrecentamiento del afán anteriormente señalado del descubrimiento de los elementos autóctonos y en la incorporación de los signos y símbolos nativos como valederos cauces expresivos de nuestra literatura. Tal vez sea imprescindible señalar el nativismo de Natalicio González, reflejo del mundonovismo brasilero o del folklorismo rioplatense, que intensificó la revalorización del elemento nativo. Natalicio González tiene un libro de cuentos titulado Cuentos y parábolas, atildado, sobrio, elegante, donde los mitos y las leyendas guaraníes pasan por las «horcas caudinas» de un rígido y congelado idioma español. Las fabulaciones nativas que cuenta Natalicio González más bien parecen morir que resucitar en dicha obra.

EL VANGUARDISMO: el vanguardismo marca el advenimiento de una literatura radicalmente diferente donde el idioma se voltea hacia su oscuro y laberíntico ámbito barroco. Sin embargo su nacimiento fue humilde y poco pretensioso. Se inició con Julio Correa cuando en sus versos sociales combativos propuso la renovación idiomática de una literatura aplastada de retoricismo. Correa aporta fundamentalmente dos renovaciones lexicográficas: primero crea un nivel del lenguaje distinto donde la palabra tiene cabida por su función comunicativa y operante y no ya por su mera estirpe literaria; segundo, revela la posibilidad formal de presentar la realidad para que ella sea poesía por sí misma: la poesía panfletaria.

La poesía de vanguardia sobrepasó las pretensiones de Correa, y al importar o descubrir el lenguaje literario contemporáneo se ubicó abiertamente en la zona prohibida de una belleza concebida en función de minoría. La estética de vanguardia se expresó a través de las siguientes corrientes literarias: el expresionismo literario y el superrealismo. Dentro de la primera caben casi todas las expresiones de la nueva literatura paraguaya.

No existe sin embargo ningún representante característico. Atomizada la concepción estética, estas escuelas se revelaron en forma de cuños literarios, ofreciendo desde luego, solamente la fragmentada visión que el credo moldeaba. Patetismo, retoricismo comban la expresión poética dando de sí, una literatura nueva, vocacionalmente abierta hacia el hombre, pero también lamentablemente agotada en la palabra.

Corresponde a Josefina Plá y Hérib Campos Cervera la iniciación del movimiento renovador. Se ha especulado mucho sobre la rectoría del segundo, silenciándose la avasalladora obra de Josefina. A casi un cuarto de siglo de aquella iniciación, la única gráfica coherente que ejemplifica la evolución creacional es la de la primera. El surrealismo fue más bien una experiencia intelectual que humana. Sus cultores, apenas hubo, se apropiaron de la técnica dejando intacta la doctrina.

El teatro en el Paraguay

El teatro ha sido la cenicienta de nuestra literatura. Tal vez por su cercanía con lo popular, halló más trabazón que ningún otro género para una comunicación efectiva real. Pueblo que piensa y sueña en guaraní, mal podía vibrar sobre el tinglado de un idioma importado. Fue primero diversión de las oligarquías criollas, como bien lo prueba el trabajo de Josefina Plá Cuatro siglos de teatro en el Paraguay (1966), donde se observa con pena el pulular de miles y miles de compañías extranjeras, anodinas en su mayoría, intrascendentes en su misión de fecundadoras de la sensibilidad y la conciencia de una sociedad. Julio Correa es el primer auténtico representante del teatro nacional. Si bien Correa escribió en guaraní su fuerza moral y estética desbordaron el idioma nativo, y lograron invadir con su caustica realidad la estereotipada urdimbre de la sensibilidad del país. Hugo Rodríguez Alcalá le niega a Correa la conciencia de la necesidad de cambio estético.

«No lo hizo ⸺dice citado crítico⸺ como otros por motivos estéticos, eso es, porque el cambio operado en la sensibilidad de la época subsiguiente al rubendarianismo postulara otras formas de creación. No. Correa reacciona por motivos políticos». Es evidente el desconcierto, fenómeno lógico de Rodríguez Alcalá, dable desde luego en un escritor de vivencias estrictamente retóricas y preceptivistas, como él, perfectamente individualizado por lo demás por aquella reflexión de Lukacs: la autosuficiencia social; el cultivo en invernadero de los modelos personales; la falta de claridad en cuestiones ideológicas decisivas, aumentada por un subjetivismo consciente y subrayado en el mismo planteo de las cuestiones, por un exagerado racionalismo y una enturbiadora mística que se originan necesariamente de aquí; la reducción de los problemas del arte propiamente dicho a la técnica de escribir: tales son las causas esenciales que en el actual capitalismo configuran de manera «anormal» la relación entre el escritor y el crítico (visto desde aquel).

Entendemos que Correa fundó la literatura panfletaria en nuestro país y que como Barrett no escribía para los «hermanos escribas o los graves doctores» sino para aquellos de los dolientes hermanos paraguayos que han aprendido a leer. Se anticipaba así en décadas Julio Correa en la fundación de un nuevo concepto popular. Aquel que el sacerdote Camilo Torres habría de usar como estandarte de lucha: «no se baja hasta el pueblo, sino que se sube hasta él».

Larga sería una digresión sobre el tópico de lo popular, pero aunque sea solo de paso digamos que ya en el combativo dramaturgo paraguayo se adivinaba esa nueva caracterización de lo popular que la juventud universitaria del país hoy reivindica como plataforma de transformación social, «un pueblo no es como se cree falsamente lo más execrable de una sociedad, su fracción más negada, la más ignorante y hambrienta de una comunidad. Pueblo es la conciencia colectiva de toda la sociedad regida por normas éticas».

En cualquier manual de los muchos que hoy circulan sobre literatura paraguaya, se encontrarán datos cronológicos en torno a la marcha forzada del teatro nacional. Nosotros queremos sencillamente subrayar dos nombres: Mario Halley Mora (1928) y Alcibiades González Delvalle (1936).

El primero, luego de ensayar un teatro lúdico pero popular, se recorta de su circunstancia cultural y se interna hacia el logro de su individualidad estética. Magdalena Servín, estrenada en 1967, «construye un hito en su producción, e incluso en nuestro repertorio de contenido», como certeramente ha subrayado Josefina Plá. En efecto la obra vertebra una problemática humana, dolorosa y degradante, donde un medio económicamente coercitivo y expoliador, determina la moral de los individuos. Tal vez sea esta la denuncia subyacente más gravitante dentro de la obra, en contraposición al afán moralizador que le resta rotundidad esperada como desenlace. La Naticia, estrenada también en 1969, reúne a su vez elementos críticos altamente contradictorios como obedeciendo aquel criterio de Le Parc que dice «el papel para el artista y el intelectual en la sociedad que vivimos consiste en evidenciar en el interior de cada medio las contradicciones existentes».

Posteriormente ha estrenado Interrogante (1970). En ambas la búsqueda del verdadero rostro del ser a través de su genuina máscara: la vida, se ahonda cada vez más. Dueño de una rica imaginación y de una excelente mecánica de diálogo, Halley Mora es el dramaturgo de mayores recursos de nuestro país.

Alcibiades González Delvalle, autor de numerosas zarzuelas, escribió Procesados del 70, donde un riguroso planteamiento de la realidad humana filtrada a través de los poros de la historia, dio la pauta de la presencia de un dramaturgo de cuño. Pero habrían de pasar años para que estrenara El grito de luisón, pieza que en su género es la más lograda del teatro nacional, no solo por el compromiso social de su planteamiento sino por significativo enfoque humano. De esta obra hemos escrito en su oportunidad: «Las imágenes de El grito de luisón son patéticas, connotan una realidad donde la retórica literaria ha estado denotando una ficción. Este paso de la imaginación a la realidad implica un costo ético que el autor plantea a través de algunas reflexiones de sus protagonistas. Así aquella definición de la libertad como situación moral. La misma marca de suyo el tipo de conciencia que impregna el propio liderazgo. Mientras la ciencia contemporánea percibe la libertad como un instinto biológico, se mantiene aún vigente el concepto sacramental de la libertad, cuyo heroísmo, cuya belleza no arroja dudas, pero cuya efectividad humana ha sido desconsoladoramente improductiva. El pueblo mismo que protagoniza El grito de luisón lo dice con la mudez de su conciencia. La moral nace de un instinto y no viceversa, planteándose de esta manera el problema capital de la liberación humana».[34]

No se puede sin embargo soslayar la importancia de Josefina Plá y Roque Centurión Miranda, así como la del eminente Arturo Alsina, tal vez uno de los más importantes representantes del teatro ibseniano del Río de la Plata, dolorosamente ignorado por el medio. Ezequiel González Alsina tiene en Boli, 1954, una obra original todavía no estudiada. Para Hugo Rodríguez Alcalá, el mejor dramaturgo de su generación es José María Rivarola Matto (1917), cuyas dos obras El fin de Chipi González (1954), que tuvo el fallo favorable del público en un concurso, La cabra y la flor” (1965), premio Radio Cáritas, dan una imagen de un escritor que «sabe crear caracteres y suscitar un ambiente».

En 1961, José Luis Appleyard gana el Premio Municipal con su obra Aquel 1811. La obra, si bien ceñida a un tema inducido, encarna sin embargo valores sustantivos. Es la mejor obra en verso de nuestro teatro.

En la promoción del teatro nacional, merece una mención de honor Radio Cáritas, que con su famoso Jueves en el teatro ha radiodifundido centenares de obras capaces de crear un compromiso estético por parte de un pueblo que en la búsqueda de su liberación no puede despreciar el arte, que implica intrínsecamente una dialéctica, es decir, una liberación como diría Marcuse.

Entre las figuras nuevas se destacan con definidos contornos Ovidio Benítez Pereira (1935), quien ganó el premio Radio Cáritas (1964) con su obra Como la voz de muchas aguas”. Halla el vértice dentro de un teatro culto, levemente surrealista.

Si hiciéramos un breve paréntesis en torno de las obras escritas en guaraní, tendríamos que citar dos nombres claves, que en sus vertientes respectivas renuevan las coordenadas creadoras de Correa, el uno Ernesto Báez (1924) con Añaretai y el otro Néstor Romero Valdovinos, cuya obra Mbocaya Jaeño, estrenada en Buenos Aires, es una de las más profundas, poéticas y plásticas alegrías de la alienada dualidad del ser paraguayo, extraño pero igual a sí mismo, dueño de la tierra y exiliado al mismo tiempo. A Báez le corresponde esa característica que Pérez Maricevich anota certeramente en Correa: la creación de personajes. En cambio Romero se inscribe en la capacidad de «Inserción en la humanidad paraguaya de su tiempo», que señala el mismo crítico.

La novela en el Paraguay

La novela aparece en nuestro país con la literatura contemporánea. En una sistematización hecha por una comisión de trabajo que funcionara en la Primera semana de la novela paraguaya se estableció la siguiente cronología y clasificación:

TÍTULO                            AUTOR                      FECHA

Del surco guaraní             Juan F. Bazán             1949

La raíz errante                   Natalicio González     1951

Follaje en los ojos             J. M. Rivarola Matto  1952

La babosa                          Gabriel Casaccia        1953

El trueno entre las hojas   A. Roa Bastos            1953

Ñande                                Waldemar Acosta      1954

La casa y su sombra          Teresa Lamas             1954

Juan Bareiro                      Reinaldo Martínez      1957

Madama Lynch                  Concepción Leyes      1957

La muerte tiene color        Carlos Garcete           1958

Hijo de hombre                 A. Roa Bastos            1960

El pecho y la espalda        Jorge Ritter                1961

La mano en la tierra          Josefína Plá                1963

La llaga                             Gabriel Casaccia        1964

Imágenes sin tierra            J. L. Apleyard            1965

La quema de Judas            M. Halley Mora          1965

Mancuello y la perdiz        C. Villagra Marsal      1965

Los autores señalan que las citadas novelas o los cuentos se inscriben dentro de dos vertientes temáticas: 1) la narcisista y 2) la realista – crítica. Afirman pertenecer al primer grupo las obras de Natalicio González, Concepción Leyes de Cháves, Juan F. Bazán, Waldemar Acosta y Teresa Lamas. Al segundo grupo: Casaccia, Roa Bastos, Garcete, Ritter, Rivarola Matto, Appleyard, Halley Mora, Martínez, Villagra y Plá.[35]

Diríamos que ninguna obra narrativa aparecida luego de este recuento, modifica sustancialmente este panorama. Todo se ha mantenido reiterativo, con mengua de la originalidad y funcionalidad que la hora urge. Casaccia con Los exiliados remata en forma deficiente un ciclo de su valiosa producción de los últimos diez años. En esta novela no hay enfoques nuevos, técnicos o conceptuales, manteniéndose algunas observaciones ripiosas sobre las dolorosas alienaciones del pueblo. Pese a ello Casaccia se sostiene dentro de coordenadas muy actuales en cuanto a planteamientos sociales y su obra adopta matices precursores de un nuevo tipo de novela que ya se presiente, y donde la mera ficción en cuanto sigue siendo endoso de responsabilidades, tiende a perimir. La crónica, escrita a tambor batiente, podría ser hoy la única actividad o ejercicio ético del intelectual, que pueda ser justificada ante las necesidades reales del país. Roa Bastos, al margen ya del halo poético de Hijo de hombre mito, por tanto realidad ficticia, no ha aportado nada significativo con respecto a las expectativas revolucionarias planteadas en sus libros anteriores. El baldío (1966), Lo pies sobre el agua (1967), Madera quemada (1967), reúne cuentos de valor dispar y sin mensaje. Así como Moriencia (1969), telescopaje verbal que hoy marca el hit literario, otra vez puesto sobre el tapete por Asturias con Maladrón.

Sin salida la novela latinoamericana actual se agota en juegos verbales, o en perspectivas experimentales, cada vez más alejada de la realidad del continente. Una novela, que por ser representante de un realismo directo y comprometedor, escrita por Ritter se separa de la estilización literaria de nuestros escritores, y abre un camino nuevo para la gente joven que es capaz de reconocer en dichas realidades continuas, en directa interacción con nosotros mismos, con una crudeza literaria, digna de la más áspera y austera literatura chilena contemporánea, entre las que merecerían ser citados obras de Coloane y Francisco Rojas. Ritter ha hecho de su literatura un «oficio de denuncias», sin importarle su precariedad estética, objetivo hoy totalmente en desuso. Bareiro Saguier, también cuentista, obtuvo un premio este año en Casa de las Américas, con un libro titulado Ojo por diente. Muchos críticos novatos se han quejado de la falta de pronunciamiento que giró en torno a dicho premio. A ratos se enfurecía el crítico denunciando el egoísmo del silencio en el medio… ¿Egoísmo o miedo, nos preguntamos? Este mismo crítico en todas sus lamentaciones jeremiaicas no se dignó sin embargo a llamar las cosas por su nombre. Jamás mencionó que dicho premio surgió en La Habana, y que por tanto las posibilidades de acceso o de adhesión están totalmente coartadas por el medio social y político represivo. Algún anticipo de este nuevo volumen muestra a su autor como un lúcido militante en las filas de la revolución. Otra vez aquí reclamamos que para la juventud, la excelencia es un simple apéndice. Primero la realidad, segundo esa misma realidad. Ya planteó Lenin aquello que la realidad es terca.

Un joven autor, Lincoln Silva, publica Rebelión después, libro sin estructura y con un mensaje cirimeico de compromiso con lo nacional. Novela que justamente aparece cuando las campanas han empezado a redoblar por la defunción de la ficción, del fenómeno proyectivo en la creación de los personajes, para dar paso a la novela – crónica, donde la vida de cada escritor debe ser contada ya sin alegorías y metáforas, o de lo contrario circunscribirse al cementerio intelectual de los archivos o los libros, ya con tantos muertos ilustres en su haber. La novela de Lincoln Silva plantea todo o nada, la eterna ambivalencia, tanto literaria como humana, de quien entra a la realidad por la ventana. No podemos negar que su autor ha tenido interés de denunciar al régimen actual, pero es tan metafórica y lírica su actitud, que toda la obra se recorta de la circunstancia, para girar de modo solipsista, otra vez en torno del autor y sus «fantasmas».

Una novela, Esa tierra es nuestra, de un curioso y valiente observador de la realidad, Emilio Armele, se halla aún inédita pese a haber recibido mención en un concurso de Marcha de Montevideo. La filiación de esta obra es también dentro del realismo crítico como diría Luckacs y sus mecanismos de integración de los medios obedecen a esquemas que si bien despulidos o modestos, contienen la radiactividad de las obras nacidas para perdurar.

Pérez Maricevich ha obtenido premio de cuento en un concurso realizado conjuntamente, por Diálogo de Asunción y la difunta hija de la Cía. Cuadernos (París). Pérez Maricevich en sus cuentos de honda vibración nacional, hace de gala de una prosa de excepcional plasticidad.

Josefina Plá gana el concurso La Tribuna con su cuento El espejo, experimento significativo, pero aquí su literatura tiene un contenido ajeno a la urgencia del aquí y ahora de nuestra historia.

Hugo Rodríguez Alcalá se ha empecinado en seguir apuntalando a la narrativa. Sin imaginación, prosa anodina y una temática cursi, nada alcanza para definirlo.

En nuevos concursos de La Tribuna, han surgido otros valores. Todos sin evadir el roismo literario, con sus mismos símbolos, sus imágenes, su mundo mágico. Estos autores jóvenes se inspiran en nuestros creadores antes que en la realidad del país. Aunque no es específicamente obra de creación sensu stricto. Las palabras y los días de Gerardo Halley Mora ha marcado una huella por donde el periodismo técnico y mercenario de hoy puede aprender lección.

¿Qué ha ocurrido en estos cinco años de nuestra cultura? Ha habido una dispersión moral e intelectual. Una penosa ley de prensa silencia aún más cualquier tipo de inquietud reivindicadora. Sigue así una tradición dos veces centenaria. Silencio y eufemismos. Ello sin embargo ha planteado llevar a la literatura a las calles, a las fábricas, al campesinado. Buscar la fórmula que posibilite esa interacción intelectual. Ya lo ha dicho claramente Luckacs, hay dos tipos de posibilidades: la abstracta y la concreta (como dice él, según Hegel lo real). Lo concreto es lo único que nos puede indicar el camino del cambio. Por ello cualquier obra que en la actualidad se ciña a los clásicos de la posdata, las refriadas posdatas como decía Barrett, está perdiendo horas verdaderamente históricas.

Juan B. Rivarola Matto ha publicado Yvypora (1970). Llega desgraciadamente cuando la literatura paraguaya ha dejado el limbo, en espera de los hombres que la desposen y hagan de cada palabra una cosa, una realidad cuya presencia nos incite, nos acompañe, en sentido de Riesman: la palabra nos socializa.

El paraguayo parece ir saliendo de su letargo. La literatura le debe mostrar el camino, si así no lo hiciera ¡Ay! Serla digna de infinita lástima (Barrett).

Como colofón querríamos mencionar algunos nombres que todavía en 1967 seguían luchando por imponer de una vez por todo el respeto y la sacramentalidad revolucionaria de la literatura. Entre ellos Humberto Pérez Cáceres, primer jefe de redacción de ABC color, maestro de toda una generación de periodistas, hombre de cultura militante y de una capacidad oratoria excepcional. Él fue quien patrocinó la creación del Suplemento Cultural de ABC Color, que por tres años nos cupo dirigir. También el de Roberto Thompson Molinas, que con el seudónimo de Miguel de los Santos publicó cuentos de nivel antológico en ABV, donde su habilidad técnica asimila y recrea la línea cuentística de Cortázar del Bestiario. Thompson, también en las horas amargas defendió el suplemento cultural, la expresión literaria más completa del país, por un tiempo, que reunió en torno de ABC una hornada significativa de intelectuales.

Si se tuviera que buscar algo que, como ha dicho Juan Santiago Dávalos, exprese que la literatura ya no explica la literatura, para obtener un respaldo científico a la actividad cultural del último lustro, solo tres nombres merecen con justeza el reconocimiento de las nuevas generaciones. Juan Santiago Dávalos, Lorenzo Livieres y el Prof. Dr. Pedro Aníbal Rolón, los dos desde la monografía primero, publicaciones, conferencias, y el último desde su cátedra de Anatomía Patológica, junto al Prof. Juan Carlos Franco han resucitado o mejor fundado otra perspectiva cultural, donde se condena el pensamiento mágico, en aras de la razón, el único instrumento de cambio social violento o pacífico, pero cambio al fin.

Luckacs toma de Neward los siguientes tópicos o sistematizadores de un posible análisis sociológico – literario: 1) materia y contenido (esto es la realidad económico – social) de la materia artística; 2) forma y continente (o sea, el cambio de la estructura social, que conducen a la transformación de las formas de la exposición o estilo literario); 3) el análisis de la procedencia social y del «rango social» del artista, incluido simultáneamente en diversos sistemas de referencia social que se entrecruzan mutuamente (comunidad nacional y de lengua, comunidad social, religiosa, espiritual – intelectual o político – ideológica).

No nos hemos ceñido de un modo secuencial y ortodoxo a las teorías de Luckacs, desde luego convertibles y a veces contradictorias, pero hemos utilizado sus conceptos operacionales.

Siguiendo estas pautas, hemos llegado a concebir que la literatura no puede seguir siendo atributo de ninguna individualidad mezquina, porque en la esencia del hablar está la categorización que hemos tomado como doctrina para la revisión de este trabajo. Dice el citado filósofo:

«El escritor ha hecho de su intimidad una industria. Aun cuando esta industria no conduce a una completa adaptación de las necesidades diarias del mercado librero – capitalista como es el caso de la gran mayoría de autores, aun cuando la postura de unos pocos suponga subjetivamente una tercera posición entre este mercado y sus exigencias, se crea un estrechamiento y una deformación de las anteriores relaciones del escritor con la vida y en consecuencia también de sus relaciones con el arte».

Dejemos este último pensamiento de Luckacs, que desenmascara el individualismo del escritor oligarca: «Cuando el escritor, artísticamente de oposición, toma la literatura como fin es sí misma y coloca en primer término sus leyes particulares, PASAN A SEGUNDO TÉRMINO las grandes preocupa-cuestiones de la configuración y de la formación que surgen de la necesidad de un arte grande, de la necesidad de una producción artística global y profunda de los rasgos comunes y constantes de la evolución de la humanidad».

La literatura como historia

¿Por qué se hace historia la literatura? ¿Por qué la historia queda desplazada? ¿Es una época donde el método científico pareciera llegar a todas las disciplinas humanas? ¿A qué se debe esta claudicación del género histórico en el Paraguay?

Francisco Pérez Maricevich, al referirse a este fenómeno, aunque desde otro punto de vista, afirma lo siguiente: «Lo que publican (se refiere a los escritores jóvenes) no es HISTORIA sino FICCIÓN, la historia en verdad es respetabilísima cosa, pero para nosotros saturados de ella, ya se nos ha vuelto insípida y tanto decir las mismas cosas, tanto discutir, tanto tocar los mármoles lejanos que a su contacto pareciera que la mano del alma se nos hubiera vuelto frígida. De modo que la calidez de lo humano que palpita en la ficción de pronto hoy parece que nos quemara por lo inesperado y súbito. El hecho de que el deseo de ficción desnuda aconteciera a nuestros escritores es un síntoma maravillosamente revelador de la nueva geografía mental de nuestra cultura».[36]

Para Maricevich la historia sucumbe por la repetición. Para nosotros por la insinceridad o improductividad, sin que por ello ambas ideas se desmerezcan. Para Maricevich la ficción surge como «impulso hacia la vida no vivida» como diría Spranger, para nosotros se apresura a reemplazar el sitio vacante que el ensayo y la historia han dejado en el desenvolvimiento de nuestra cultura. La literatura es la historia contemporánea del Paraguay. Allí están las metáforas de su dolor, los símbolos de su esperanza, el psicoanálisis de su vida convicta por las penurias del sistema social-político y económico. La cuestión es romper su vestidura barroca, porque contener no es lo mismo que expresar.

Conclusiones

Hemos bosquejado solamente datos elementales capaces de identificar a nuestra literatura. Nos hemos referido, dentro de un contexto histórico, a los factores que la condicionan y generan. Se ha tratado de captar la refracción y la reflexión de esta literatura sobre su medio. Pese a ello nuestras afirmaciones no pretenden pontificar. Son meras opiniones personales sobre la realidad de una literatura que incide y gravita sobre la sensibilidad y conciencia de todo individuo culturalmente responsable. Y en ese sentido las opiniones han sido manejadas con rigor. Concluimos lo siguiente:

Primero: no todo lo escrito como literatura y lo aceptado oficialmente como tal, en nuestro país, por una crítica concesiva y medrosa, es verdadera literatura. La prevalencia del adefesio o de la simulación, son pautas de disvalor, que entrañan un diagnóstico social doloroso pero no por ello menos significativo: la contracultura.

Segundo: vigencia de una concepción estética retoricista que desvincula la realidad de la literatura. La cultura «disfrutada» como privilegio se circunscribe a finalidades hedonistas o profesionales, importando poco o nada su realidad como instrumento de cambio o liberación.

Tercero: ausencia de representatividad de una literatura escrita en castellano, ajena no solo al sentido sino a la conciencia popular, como producto de «invernadero» de núcleos sociales oligárquicos, cuya vigencia de la realidad esta mediatizada por el propio «status social».

Cuarto: la captación de niveles superficiales de la realidad nacional, apareja una seudo-identificación con su consecuente marginación no solo de las realidades profundas sino de los significados de esas mismas relaciones.

Quinto: inadecuación entre el déficit infraestructural y su expresión intelectual, siendo esta actividad planteada como labor paralela de núcleos trasculturados o de individualidades desarraigadas por la distancia o la perspectiva del confort.

La literatura por tanto al retrotraerse sobre sí misma, bajo el peso de la apariencia y la retórica, contiene pero no expresa la realidad nacional.

Hemos tratado de encontrar en la literatura la palabra viva. Porque consideramos que toda literatura debe partir de esta premisa. Y la hemos relacionado con la vida del pueblo porque para nosotros las palabras viven en cuanto participan de la vida de los pueblos. Por eso no hay palabras vivas en pueblos muertos ni hay palabras muertas en pueblos vivos. Tal es el axioma de este trabajo.

 

Fuente: Vallejos, Roque. La literatura paraguaya como expresión de la realidad nacional, segunda edición. Asunción: editorial Don Bosco, 1971.

 

[1] FERRATER MORA, José. Diccionario de filosofía, 3.a edición, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1951, pp. 790.

[2] RODRÍGUEZ MONEGAL. Emir, Narradores de esta América, Montevideo, Ediciones Alfa, 1962, pp. 19.

[3] CARDOZO, Efraím. El Paraguay Colonial, Buenos Aires, Ediciones Nizza, 1959, pp. 230 – 231.

[4] NOUTZ, Marcelino. Crítica, Manuscrito N° 4, 1959, pág. 3.

[5] JOVER PERALTA, Anselmo. El paraguayo revolucionario, Asunción, Ed. Tupá, pp. 10, 1946.

[6] SUSNIK, Branislava. El indio colonial del Paraguay, Asunción, I, 1965, y II, 1966.

[7] DOMÍNGUEZ, Manuel. El alma de la raza, Buenos Aires, Ed. Ayacucho, 1946, pp. 17 – 39.

[8] GONZÁLEZ, Natalicio. Proceso y formación de la cultura paraguaya, Asunción, Ed. Guarania, 1938, T. J.

[9] ZUBIZARRETA, Carlos. Lo cuantitativo de la novela paraguaya, Rev. Péndulo, 3 (8): 27, 1966.

[10] CASTRO, Américo. De la edad conflictiva, Ediciones Taurus, 1961, pp. 28.

[11] BUZÓ GÓMEZ, Sinforiano. Índice de la poesía paraguaya, 3.a edic. Ed. Nizza, 1959.

[12] CADOGAN, León. La literatura de los guaraníes, México, Ed. Joaquín Mortis, 1966.

[13] IMBERT, Anderson. Historia de la literatura hispanoamericana, México, Editorial Fondo de Cultura Económica, 1966.

[14] PANE, Ignacio. El Paraguay, su presente y su futuro. En: Monte Domecq Ramón, Album del Paraguay, Buenos Aires, 1913.

[15] RODRÍGUEZ ALCALÁ, José. El Paraguay en marcha, Asunción, 1906.

[16] GONZÁLEZ, Natalicio. La poesía paraguaya, Buenos Aires, Guarania, 3.a época.

[17] CARDOZO, Efraím. El éxodo asunceno, La Tribuna, 39 (1385) octubre, 1964.

[18] ROA BASTOS, Augusto. Pasión y expresión de la literatura paraguaya, Boletín de la Editorial Losada Blanco y Negro, 1961.

[19] JOVER, JERALTA, Anselmo. El Paraguay revolucionario, Buenos Aires, Ediciones Tupá, 1946.

[20] ZUBIZARRETA, Carlos. El bilingüismo paraguayo, La Tribuna, N° 14.148, mayo 20 de 1966.

[21] GONZÁLEZ, Natalicio, Proceso y formación… op. cit.

[22] BAREIRO SAGUIER, Rubén. El criterio generacional en la literatura paraguaya, Revista Alcor, N° 32, set. 1964.

[23] BAREIRO SAQUIER, Rubén. El criterio generacional… op. cit.

[24] AYALA, Eligio. El nacionalismo, Revista Diálogo, 2.a época, N° 3 de julio – agosto 1960.

[25] VALLEJOS, Roque. Precursores de la poesía contemporánea paraguaya, La Tribuna, 61 (14.223), marzo de 1966.

[26] AYALA, Eligio. Migraciones, Santiago (Chile), 1941, pp. 49.

[27] BAREIRO SAGUIER, Rubén. El criterio generacional, op. cit.

[28] VALLEJOS, Roque. Significado contemporáneo de la cultura, La Tribuna, 6 de marzo, 1966.

[29] BUZÓ GÓMEZ, Sinforiano. Índice de la poesía, op. cit.

[30] RECALDE, Facundo. A propósito de La babosa, La Tribuna, 24, enero, 1954.

[31] ANDERSON IMBERT, Enrique. Historia de la literatura hispanoamericana, Tomo II, México, 1966.

[32] GIMÉNEZ, Gilberto. Antropología teología del compromiso, ECD – 1 (Mont), 1968.

[33] VALLEJOS, Roque. La llaga: una metáfora de la realidad nacional, Alcor, Asunción, 13, 1965.

[34] VALLLEJOS, Roque. «El grito del luisón» como teatro de imágenes, ABC, N° 1.387, 31 de mayo de 1971.

[35] PLÁ, Josefina, y Pérez Maricevich, Francisco, Estética y temática de la narrativa paraguaya, Péndulo, Asunción, 3 (8), 25, 1966.

[36] PÉREZ, MARICEVICH, Francisco. De esto y aquello, Comunidad, 9 (457), Asunción, 1966.

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