
En general, quienes visitan el Zoológico de Asunción son familias de trabajadores, como una excursión intergeneracional para conocer a los animales, aunque sin la sensibilidad para comprender la crueldad del cautiverio. Alicia Riquelme Crosa narra esa experiencia vivida en enero de 2022 para la serie de postales #NoMásZoo.
Zoológico deriva del griego: «zoo», «logos» e «ikos», traducido como «estudio referente a animales». Sin embargo, el Zoológico de Asunción, un domingo de enero a las tres de la tarde, se presta más para un estudio sociológico: ideal para reflexionar sobre el concepto cultural, más allá del significado etimológico.
Antes de salir de casa, invité a mi hijo de diez años, pero se negó. Sola, llegué y seguí el mismo camino que varias familias, en su mayoría con niños pequeños. Caminé hasta la primera jaula. La construcción de cemento de un metro cuadrado albergaba a un humano de cuarenta años aprox. Me acerqué a la ventana y le pasé un billete entre las rejas mal pintadas. Sin mediar palabra, me devolvió un billete de menor valor junto a un papelito que equivalía a una entrada para adulto.
Vi a algunos monos jugar en sus jaulas y me quedé observándolos sin pensar demasiado, como otras personas que hacían lo mismo. A metros, un grupo de adultos tomaba tereré, un par sentados sobre un tronco caído y otros dos parados. Se reían entre chistes sobre el parecido de los animales con sus amigos. Aunque no es mi caso, los humanos tienen una capacidad superior para socializar. Al menos la mayoría de la especie ha acordado que esta premisa era realidad y nos la creímos. En ese lugar se podía comprobar que era así, no por las características nativas de cada especie, sino por imposición. ¿Qué ser podría desarrollar capacidades sociales en el encierro impuesto durante toda o casi toda su vida?
Llegué a la jaula de los pumas. Uno de ellos caminaba lentamente, moviendo los músculos que parecían atrofiados.
⸺Masiado flaquito está. ¿No querés que te lleve junto a él y te coma? ⸺le dijo una mujer a una niña de cinco años más o menos, y soltó una carcajada, ante el sobresalto de la menor.
Caminé un poco más, hasta la prisión del tigre. Lo vi acostado sobre el piso de cemento, cerca del agua amarronada que llenaba un agujero similar a una piscina pequeña.
⸺Haragán está ⸺dijo un hombre a su esposa.
Claro, pensé, creer que un animal capturado y secuestrado de su hábitat y encerrado en una jaula sin espacio para desarrollarse, es un haragán por voluntad. Es la misma lógica usada por muchos para justificar la idea de que el pobre es pobre porque quiere.
Seguí el sendero y llegué a unas rejas celestes que rodeaban a un árbol enorme. Junto a él, la imagen de una figura religiosa. En un pequeño cartel leí: «Lugar de Aparición de la Virgen María». Una pareja ocupaba uno de los bancos puestos en fila de dos para venerar ese rincón. La jaula que encerraba la estatua sacrosanta estaba mejor cuidada que las demás.
Me acerqué a la zona de los jaguaretés. En cuclillas, me quedé bastante tiempo observando a uno. Pensé en su mal estado físico y expresión apática. Nos dividían dos tejidos metálicos, uno de ellos electrificado, según advertía un cartel cercano. Se levantó y caminó hacia mí y el resto de las personas que lo observaban de pie. De pronto se acostó y su órgano reproductor apuntó hacia mi rostro. Antes de que pudiera hacer nada, sentí un chorro de orina. Dos hombres fueron testigos. Comentaron algo al respecto y rieron. Me levanté sin entender por qué había sucedido eso y fui a lavarme. ¿Qué era gracioso en esa situación? ¿La miseria de un animal salvaje intentando marcar a una presa como suya más allá del vallado?
Una multitud de niños y adultos se agolpaba ante una baranda. Me uní a ellos y dirigí la mirada hacia el interior de una fosa llena de agua. El cuerpo de un hipopótamo sobresalía levemente. Me quedé observando su supervivencia en trance.
⸺¿No querés para tu mascota mba’e ese? ⸺escuché a una señora decir a un niño.
Tenemos tan arraigada la acción de poseer que ni siquiera percibimos la magnitud de las consecuencias. La posesión nos hace sentir poderosos. Algo que los zoológicos tienen en su esencia, pues los primeros fueron colecciones privadas de animales exóticos vivos, en su mayoría pertenecientes a la realeza. También de personajes como Pablo Escobar.
A nivel global, estos lugares ganan cada vez más críticos. Se ven obligados a evolucionar impulsados por la presión de acciones que nacen de la conciencia social. El cambio se da con una visión clara: transformarlos en santuarios y reservas protegidas. En épocas de incendios forestales, consumo desenfrenado, desastres naturales y pandemia, salvar especies en extinción y dar una mejor vida a los animales silvestres, es una deuda de nuestra especie.
Pude apreciar, mínimamente, la esencia de esta premisa cuando recorrí el sitio que correspondía a las aves autóctonas. El canto de los pájaros exóticos me refrescó la mente. Se los sentía más libres o, mejor dicho, menos aprisionados. Algunas de esas jaulas no tenían techo. Al observarlos en las copas de los grandes árboles percibí un dejo de rebeldía. Me quedé observándolos, intimidada por los sonidos que graznaban todos juntos, fuertes, poderosos, al unísono. Por un momento me sentí pequeña. Durante instantes fui consciente de que no era más ni mejor que ellos. Era una más en este planeta que compartimos e intentamos dominar. Creo firmemente que esa sensación es la que debe lograrse durante el recorrido del zoológico, observando a las especies libres, sin jaulas, en sus hábitats naturales y sin intervención.
Al regresar, pregunté a mi hijo por qué no había querido acompañarme.
⸺No tiene nada de divertido ver a animales encerrados ⸺dijo.
Luego agregó que solo le gustaría ver a los elefantes porque en un video de YouTube habían mencionado que a dicha especie los humanos les resultamos tiernos.
Su sensibilidad y capacidad de pensar en lo que provocamos nosotros a los animales y no al revés, me conmovió y a la vez esperanzó.

Nota: la fotografía principal, del árbol añoso, fue tomada por Sebastian Ocampos.
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