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Cordero de Dios

Un padre y dos misioneros recorren en camioneta algunos parajes desolados para visitar a los paisanos en sus ranchos y darles ropa, comida y una Biblia para que nunca se olviden de la palabra de Dios… y de que ellos solo están de paso.

 

El padre Mario se bajó de la camioneta y pensó que gracias a Dios todavía le quedaba una rueda de auxilio. Eduardo y Joaquín, los chicos que lo acompañaban en la misión, lo ayudaron a cambiar la rueda pinchada. Aprovecharon para hacer pis y para mirar el paisaje que los rodeaba. Una meseta desolada en medio de la nada y un cielo límpido que en la ciudad jamás hubieran imaginado.

A la mañana habían estado de misión en ranchos mal armados donde la gente vivía habituada a los gestos del silencio. Les dieron ropa, comida y una Biblia para que nunca se olvidaran de la palabra de Dios.

Dios está con uno y con todos, Dios es todo y es nada, repetía siempre el padre Mario.

Los paisanos lo miraban extrañados. Querían creer pero les costaba. Las ideas, en el campo, si no se pueden sostener entre las manos se escapan como agua entre los dedos. El padre Mario sabía que en esos parajes era fácil transformarse en un animal salvaje. Ya lo había visto. Esa era la razón íntima de los viajes. Tenía que lograr que esa gente no se sintiera sola, que Dios se hiciera presente en sus vidas. Los misioneros también llevaban estampitas, calcomanías, vírgenes y santos de todos los tamaños. Había que dejar marcas que recordaran la presencia divina.

Cuando terminaron de cambiar la rueda el padre Mario dudaba si seguir viaje o volverse. Ya no tenían ruedas de auxilio. Si pinchaban de nuevo podían quedarse varados en medio de la nada. Caminó por el campo. Subió una lomada y vio, a lo lejos, un rancho humeando. Abajo, junto a la camioneta, Eduardo y Joaquín jugaban a ser boxeadores. El padre Mario sacó el rosario que tenía en el bolsillo de la camisa. Lo besó con los ojos cerrados y le preguntó a Dios si valía la pena acercarse hasta ese rancho. ¿Era necesario llegar a esos páramos a los que Dios miraba de reojo? El canto de un jote en el cielo lo hizo abrir los ojos. El jote lo sobrevoló unos segundos y después se alejó en dirección al rancho. Es una señal… Tenés que ir, Mario… La última y volvemos, dijo. El padre Mario bajó la lomada, llamó a los chicos que corrían por el monte y siguieron viaje. No había camino para llegar a la casa. Apenas un vestigio labrado por las pisadas. La camioneta avanzaba en primera, con la doble tracción prendida. Subían piedras, atravesaban pozos, se desviaban por el monte. Una hora después llegaron a un rancho de barro construido al pie de un pequeño cerro. A unos treinta metros de la casa se veía un corral hecho con jarillas. Cinco perros famélicos ladraban desde lejos. El padre Mario tocó la bocina. Los perros se acercaron, rodearon la camioneta. Gruñían y olfateaban las ruedas. Un hombre se asomó por la puerta del rancho. El padre Mario abrió la ventanilla y levantó una mano. El hombre también, pero volvió a entrar. Dios, te pido que me des fuerza para nunca abandonar esta pelea, dijo y se persignó.

Joaquín, pasame la carne de Cristo.

El padre Mario abrió la puerta, los perros se acercaron y les tiró trozos de pan. Se arremolinaron y gruñeron alrededor de la comida. El padre Mario bajó de la camioneta, hizo unos chistidos con la boca y caminó hasta el rancho seguido por la jauría. Los chicos lo vieron entrar. Estuvieron un buen rato solos. Fantasearon con que al padre Mario le había pasado algo. Se imaginaron que caía la noche y la gente del rancho los asesinaba y tiraba sus restos a los perros. Eduardo dijo que si en diez minutos el padre Mario no volvía iba a arrancar la camioneta.

Si no sabés manejar.

Sí, gil, me enseñó mi hermano.

Entonces el padre Mario apareció de nuevo.

Vengan, traigan todo, dijo.

Los chicos bajaron las cajas y caminaron con el padre Mario.

Vieron cueros de guanaco colgando de un alambre. En la puerta del rancho los esperaba el hombre.

Marcos, ellos son los misioneros, creen en la caridad y el amor infinito de Dios, dijo el padre Mario.

Marcos extendió su mano enjuta y callosa. Era difícil saber qué edad tenía.

Sonreía pero su sonrisa era falsa, o demasiado sincera. En la cintura tenía un verijero con cabo de madera. Hizo un gesto con la mano y los invitó a pasar. Se quedaron quietos hasta que empezaron a acostumbrarse a la oscuridad. Lo primero que vieron fue el suelo de tierra y las paredes ennegrecidas por el hollín. Después vieron una pava sobre los rescoldos y la espalda macilenta de alguien sentado frente a la chimenea.

Ella es Erminia, dijo Marcos, y el padre Mario entornó los ojos.

Marcos la agarró del brazo y tiró varias veces hacia arriba hasta que se paró. Erminia miraba el suelo, tenía la piel tiznada. El padre Mario se acercó.

Hija… venimos en nombre de Dios…

Los misioneros miraban en silencio.

El padre Mario levantó el mentón de Erminia. Cuando vio su cara retrocedió unos pasos. En el lugar donde debían estar los ojos había dos huellas negras, dos cicatrices deformes. Joaquín cerró los ojos. Eduardo tardó en darse cuenta de lo que estaba viendo, y sintió una arcada que no pudo disimular.

Dios… ¿qué le pasó?, dijo el padre Mario.

Un accidente, Padre, dijo Marcos mientras se miraba las manos.

¿Cuándo?

No me acuerdo, Padre, hace mucho…

¿Y la madre?

No la conocí…

¿Cómo no la conoció?

No, cuando nos juntamos ya estaba sola.

El padre Mario lo miró, se quedó pensativo. No esperaba esa respuesta.

¿Cuántos años tenés?, dijo apoyando una mano sobre el hombro de Erminia.

Casi veinte tiene, dijo Marcos.

¿Y usted, hijo?

Muchos, Padre…

Erminia se rascó la espalda y recién entonces el padre Mario descubrió la panza combada. Buscó la mirada de Marcos.

Dios bendiga a este niño, dijo haciendo la señal de la cruz.

Joaquín, Eduardo…

Los misioneros salieron del rancho. El padre Mario miró alrededor, no vio más que miseria. Recordó los años de su niñez atravesados por un hambre atroz. No olvidaba que Jesús lo había sacado de una vida condenada al fracaso. Sin Él, quizás, hubiera terminado en un rancho como ese. Vio la pava sobre el fuego.

Si el agua está caliente podríamos tomar unos mates, dijo.

Erminia estiró los brazos y caminó tanteando el aire hasta unas cortinas de plástico, las descorrió y entró a una pieza.

Marcos miró al padre Mario.

Tengo que ir a buscar las ovejas, Padre, dijo y bajó la mirada.

Joaquín y Eduardo entraron con las cajas misioneras. No encontraron dónde apoyarlas y las dejaron en el suelo.

Queremos darles algunas cositas, dijo el padre Mario.

Es comida, y ropa, dijo Joaquín.

Marcos movió apenas la cabeza.

Mire, dijo Eduardo sacando unos paquetes de fideos y una camiseta de fútbol.

Marcos miró al padre Mario.

Mis ovejas… si no voy ahora se van a perder.

Vaya, vaya, nosotros lo esperamos.

Marcos miró a todos y a ninguno.

Es que le pongo tranca cuando me voy.

¿Tranca?

A la puerta…

Ah… claro… bueno…

El padre Mario miró a los misioneros y sonrió. Después se acercó a Marcos.

¿Antes de irnos podemos rezar juntos?

No sé, Padre… Hace mucho que no rezo.

¿Cuál es el problema? Rezar siempre trae luz a nuestras vidas.

Sí, Padre, pero no sé…

El padre Mario se acercó y le habló al oído.

¿Quiere confesarme algo, hijo?

Marcos lo miró y el padre Mario sintió que en esa mirada había desconcierto, orfandad y pecado.

Yo estoy acá para perdonar en nombre de Nuestro Señor Jesucristo y de Dios Todopoderoso. Nada hay que Él no vea, nada hay que no sepa. Por eso es mejor confesarse. ¡Confesarse libera! ¡Nos vuelve livianos! ¡Nos hace libres!, dijo extendiendo los brazos y la cara al techo.

Marcos lo miró.

¿Qué pasa, hijo?

Nada, Padre…, dijo Marcos y bajó la mirada.

No me diga que no… Dios me dio el don de indagar en almas ajenas.

Marcos rumiaba algo en la boca y se tocaba las manos.

Hijo, Dios está contigo, dijo y apoyó una mano sobre el hombro de Marcos.

Marcos lo miró.

Dios no existe, Padre…

Joaquín y Eduardo se miraron entre ellos. El padre Mario se quedó quieto un instante, después palmeó el hombro de Marcos y retrocedió unos pasos.

¿Así que Dios no existe? ¿Eso piensa? ¿Eh?

El padre Mario sacó del bolsillo del saco una petaca de metal y la abrió.

¿Quiere?

Marcos lo miró.

Es la sangre de nuestro Señor.

Marcos miró la petaca.

Tome, hombre… vamos… hágase amigo.

Marcos dio un trago largo, el padre Mario también.

Salud, hijo, dijo y guardó la petaca.

¿Y a usted cómo se le ocurre negar a Dios? ¿Sabe las consecuencias que tiene eso para su alma? ¿Sabe con quién se está metiendo?

Marcos agachó la cabeza.

Desde que el hombre es hombre venera a Dios. Se lo podrá nombrar con miles de nombre distintos, pero Dios es Dios, y existe. ¿Entiende, Marcos, lo que significa? Marcos, ¿entiende lo que le digo?

Marcos movió apenas la cabeza.

Bien, bien… así me gusta. A veces la soledad nos trae malos pensamientos, nos hace sentir solos, y eso nos aleja de Dios y le abre la puerta a Satanás… Por eso nosotros estamos acá, para acompañarlos, para recordarles que somos una gran familia… ¿Se entiende?… Así que ahora vamos a rezar un poco, eso va a traer luz y paz a este hogar, ¿está bien? ¿Quiere rezar conmigo?

Marcos lo miró, los ojos le brillaban. El padre Mario se acercó, le agarró las manos y cerró los ojos. Entonces, de a poco, empezó a cantar.

Cordero de Dios, cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros…

El padre Mario hizo una seña con la mano, y Eduardo y Joaquín empezaron a cantar.

Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz, danos la paz…

Después se produjo un largo silencio cortado apenas por el viento que se arremolinaba junto a la puerta.

Dios está contigo, hijo, siempre.

El padre Mario se quedó pensativo unos segundos y después caminó hasta la puerta. Miró el paisaje que lo rodeaba y sintió una profunda congoja que le desbordaba el alma. Respiró profundo varias veces con los ojos cerrados. No quería llorar, no quería que esas lágrimas se interpretaran como un signo de debilidad. Entonces pensó en Dios. En las pruebas que Dios le ponía en el camino todos los días. Marcos era una de ellas. Tenía que superarla. Algún día el Todopoderoso le abriría las puertas del cielo y ahí encontraría las respuestas a todas sus dudas.

Marcos, venga, dijo.

Marcos se acercó. El padre Mario señaló el paisaje que los rodeaba.

Dígame, Marcos, ¿usted ve a Dios acá?

Marcos lo miró y entornó los ojos.

¿Lo ve sí o no?

No, Padre. Veo lo que veo siempre… Campo… y cielo.

El padre Mario sonrió.

Quédese tranquilo, hijo, yo también veo campo y cielo… y los muchachos también ven lo mismo. Pero ahí donde solo vemos campo, ahí donde creemos ver nada más que esto, ahí, precisamente ahí, está Dios. Dios es cada cosa, cada detalle que puebla el mundo, ¿entiende?, dijo y apoyó una mano sobre el hombro de Marcos.

No hace falta que toque tanto para hablarme, Padre.

El padre Mario bajó la mano y salió. Se alejó del rancho unos metros y sacó un atado de cigarrillos.

¿Quiere uno?, dijo, girando apenas el cuerpo.

Marcos se acercó.

Desde la puerta del rancho Joaquín y Eduardo los miraban fumar dándoles la espalda.

El padre Mario señaló el corral que tenían frente a ellos.

¿Y qué crían ahí?

Chanchos… tenemos algunos chanchos.

¿Los puedo ver?

Mejor no, ahora están durmiendo.

El padre Mario lo miró, Marcos agarraba el cigarrillo con dos dedos y pitaba por un lado de la boca. Le pareció graciosa esa forma de fumar y pensó que de a poco se iría derritiendo el hielo que los separaba.

Joaquín y Eduardo escucharon gemidos a sus espaldas. Cuando giraron vieron a Erminia caminando hacia ellos con los brazos extendidos.

Ayuda… ayuda…, murmuraba.

Joaquín miró a Eduardo y Eduardo miró hacia afuera.

Erminia los agarró de la ropa y vieron unas costras rojizas en el lugar donde debían estar sus ojos.

Mi hijo… mi hijo…, dijo con la voz pastosa.

¡Erminia!

Marcos se acercó corriendo, la agarró de los hombros y la sacudió varias veces.

¡Qué hacés! ¡Eh! ¡Qué hacés!

El padre Mario se acercó al trote y miró a los misioneros buscando explicaciones.

¡Vení! ¡Vamos! ¡Dale!, dijo Marcos y llevó a Erminia hasta la pieza.

Se escucharon murmullos y un llanto contenido. El padre Mario se acercó pero entonces apareció Marcos.

¿Qué pasó?

Erminia tiene problemas. Llora, está triste… no sé qué le pasa, dijo Marcos.

¿La vio algún médico?

Marcos negó con la cabeza.

¿Alguien sabe que está embarazada?

No.

¿Cómo puede ser? Tienen que ir al médico.

Es lejos.

Yo puedo hablar para que alguien la venga a ver acá.

No.

Puede estar enferma…

No, está bien. No tiene nada.

Entonces se escuchó un gemido que venía de lejos, un llanto parecido al de un niño. Marcos salió al trote del rancho. El padre Mario caminó rápido hasta la pieza donde estaba Erminia. Eduardo y Joaquín vieron a Marcos entrando al chiquero.

¿Qué onda esto?, dijo Joaquín.

Ni idea, dijo Eduardo.

El padre Mario descorrió las cortinas, Erminia estaba sentada en el borde de la cama. Se arrodilló en el suelo y puso un rosario en las manos de Erminia.

Hija, rezale a Dios, rezale mucho, Él te escucha, siempre.

Erminia estiró la mano, le tocó la cara.

Ayúdeme…

El padre Mario miró hacia atrás, Joaquín lo miraba.

Avisame cuando venga.

Joaquín movió la cabeza y miró hacia el chiquero.

Hija, decime qué necesitás.

Ayuda… Padre, sáqueme de acá… Mi papá está loco.

¿Su papá?

Sí, está loco, no nos deja salir.

¿Marcos es su padre?

Sí…

Dios Santo, dijo, y pensó que Satanás siempre se aprovechaba de los más pobres.

Voy a avisar a la policía para que la vengan a buscar.

No, no… Nos tiene que sacar ahora, no aguanto más, Padre, por favor…

Joaquín se asomó a través del cortinado.

¡Ahí vuelve!

Tranquila, hija, ya se va a solucionar, hasta que llegue la policía récele a Dios, Él le va a dar las fuerzas que necesita.

El padre Mario se paró y, cuando atravesó las cortinas de la pieza, Erminia lo llamó.

¡Padre! Espere, aunque sea llévese a mi hijo…

¿Su hijo?, dijo, y vio a Marcos llegando al rancho.

¿Qué pasó?, dijo Marcos mirando a todos.

El padre Mario lo miró.

Nada, hijo, nada.

¿Nada?

No, solo que nos gustaría que de ahora en más las palabras del Evangelio resuenen más en estas paredes.

El padre Mario se acercó, lo miró a los ojos, esperó. Sabía que nadie podía resistir una mirada larga sin sentir culpa.

Entonces… ¿quiere confesarse, hijo?

Marcos miró al suelo y con la punta de la alpargata trazó una raya sobre la tierra.

¿No tiene nada para decirme? ¿Algo de lo que se arrepienta?

Marcos borró la raya con la suela y miró fijo al padre Mario.

Me tengo que ir a buscar las ovejas, Padre. Se está haciendo de noche…

El padre Mario respiró profundo y después barrió el rancho con la mirada.

¿Me deja bendecir la casa antes de irme?

Sí, Padre, haga nomás.

El padre Mario sacó de su maletín un caldero pequeño de plata, y mientras le pedía a Dios que bendijera ese hogar rociaba la casa con agua bendita. Se acercó a la pieza con cortinas.

Ahí no… Erminia está dormida, dijo Marcos.

Me parece que está despierta.

Ya no…

El padre Mario vio a través del cortinado que Erminia estaba acostada. Marcos lo miraba serio. Por primera vez el padre Mario empezó a sentir que ya no dominaba la situación. Le dieron ganas de irse, de llegar a la parroquia, de darse una ducha caliente y acostarse en su cama. Se lo merecía. Era la recompensa que Dios había preparado para él.

Chicos, los regalos para el hermano, dijo.

Joaquín y Eduardo sacaron de la caja una Biblia, una virgen de cerámica, estampitas y unas velas.

Es para que lo tenga siempre presente.

Gracias, Padre.

Bueno, nos vamos antes de que se haga tarde.

El padre Mario salió del rancho seguido por Eduardo y Joaquín.

El cielo estaba encapotado y el viento frío anunciaba la llegada de la noche. Los perros, enroscados junto a una pared, los miraban moviendo la cola.

Recién entonces el padre Mario se dio cuenta de que faltaba algo.

En ese paisaje campero faltaba algo importante.

¿No tiene caballo, Marcos?

Una tolvanera los atravesó y demoró la respuesta.

No, Padre, hace rato que no tengo, dijo escupiendo al suelo.

¿Y cómo se mueven?

Con las patas, no necesitamos más.

El viento empezó a soplar desparejo, con ráfagas cortas que arremolinaban tierra y arrastraban jarillas secas por todos lados.

Cuando el viento se calmó, un silencio profundo atravesó el paisaje.

Bueno, ahora sí, nos vamos…

El padre Mario le dio la mano a Marcos.

Cuide a su mujer… Y crea en el Señor, es el único que nos puede salvar, dijo y empezó a caminar hacia la camioneta.

Hasta luego, dijo Eduardo, y apuró el paso siguiendo al padre Mario.

Joaquín se acercó a Marcos y le dio la mano.

Que Dios lo bendiga, señor, dijo Joaquín.

Marcos apretó la mano con fuerza.

Cuando caminaba en dirección a la camioneta, Joaquín vio algo que se asomaba por el cerco del chiquero. Se quedó quieto, mirando. Entonces la cosa atravesó el cerco, se arrastró zigzagueando por el suelo y empezó a gruñir como un chancho, pero no era un chancho. Ni siquiera parecía un animal.

¡Fuera! ¡Vamos! ¡Volvé adentro!, dijo Marcos y caminó hacia el chiquero. El padre Mario miraba de lejos con la puerta de la camioneta abierta.

Joaquín sintió miedo y no supo qué hacer. El padre Mario se acercó al trote. Marcos se paró junto a la cosa que se arrastraba, gruñía y tiraba tarascones al aire.

Dios Santo… ¿qué es eso?, dijo el padre Mario.

Joaquín corrió hacia la camioneta.

Marcos agarró a la criatura por una de las tantas protuberancias informes que le crecían desde el lomo y la arrastró hacia el chiquero.

El padre Mario tardó en reconocer una forma humana en esa masa deforme, viscosa y peluda, con una dentadura parecida a la de los monstruos que poblaban las láminas del Apocalipsis.

La criatura chillaba y las protuberancias aporreaban a Marcos, que se cubría con un brazo.

¡Marcos! ¡¿Qué es esto?!, dijo el padre Mario.

Entonces escuchó la voz de Erminia a su espalda.

¡Hijo! ¡Hijo!

El padre Mario vio a Erminia caminando con los brazos extendidos en dirección a los gemidos de la criatura.

¡Hijo! ¡¿Dónde estás hijito?!

¡Andá a tu pieza, Erminia! ¡Ahora!, dijo Marcos.

¡Mi hijo! ¡Quiero ver a mi hijo!

¡Marcos! ¡Qué locura es esta!, dijo el padre Mario.

Marcos metió a la criatura adentro del chiquero, trabó la puerta con una piedra y sacó el cuchillo que tenía en la cintura.

¡Fuera! ¡Fuera de acá!, dijo.

El padre Mario trastabilló y cayó al suelo. Marcos se acercó y amagó un puntazo. El padre Mario se cubrió la cara con las manos.

¡No lo quiero ver más por acá!

Marcos tenía los ojos encendidos y una vena gruesa le atravesaba la frente.

¿Entendió?

¡Sí, sí!, dijo el padre Mario con los ojos vidriosos.

Erminia lloraba y caminaba hacia el chiquero donde la criatura seguía gritando. Joaquín y Eduardo miraban agazapados adentro de la camioneta. Marcos se acercó a Erminia, la agarró por la espalda y la arrastró adentro de la casa. El padre Mario trató de decir algo pero le temblaba la lengua y sentía el corazón desbocado. Se quedó mirando el chiquero hasta que la criatura dejó de gruñir. Después se paró, se sacudió la tierra y buscó el rosario que tenía en el bolsillo.

Tiene que haber un sentido que explique esto, tiene que haber algo más, dijo besando la cruz.

Una brisa le erizó la piel, el sol ya se había escondido. Giró y vio a los misioneros en la camioneta. Caminó hacia ellos. Subió y se quedó pensativo unos segundos hasta que vio que en el rancho empezaba a parpadear una luz. El viento soplaba cada vez más fuerte y silbaba al rozar la camioneta. El padre Mario besó por última vez el rosario y lo colgó del espejo retrovisor. Entonces vio las caras desencajadas de los misioneros en el asiento de atrás.

Es tarde, tenemos que volver, no vaya a ser cosa que nos quedemos atrapados en estas tierras, dijo.

 

 

Nota: el cuento está ilustrador por un fragmento del dibujo Tres cerdos acostados de lado, una pocilga y un comedero más allá del artista Karel Dujardin (1622–1678).

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