cerrar [x]

Análisis del discurso

Una mujer asiste a una conferencia sobre lingüística en una universidad y, mientras analiza cada detalle lo que observa y algo de lo que escucha, fantasea con quien acompaña en la mesa al conferencista invitado.

 

Qué nos puede convocar en el auditorio de la universidad si no es el análisis del discurso. Pocas cosas o, más bien, nada. El escenario es similar al de siempre: una mesa, un par de sillas, un fondo blanco y dos hombres. Uno de ellos me interesa. Uno de ellos está marcado. No Villoison, claro. Es el otro, el que está sentado a la izquierda del panel. Yo estoy en la segunda fila del auditorio, en el sector izquierdo. Es indudable. Estamos predeterminados. Quién puede discutirle al destino que vamos a estar juntos. Lo miro durante cuarenta minutos o el período que dura su teorización sobre el análisis del discurso y la importancia capital del intelectual francés que tenemos, aquí entre nosotros, para el mundo académico actual. Puedo rescatar poco más que eso de la presentación. Al menos así, si me lo preguntan ahora. Lo que sí les puedo decir es que cada vez que pronuncia el apellido del tipo, se toma un tiempo, lo diseca, lo descompone en partes y concentra toda su energía exagerada en la o. Vi-lua-són. Como si la pronunciación le generara un placer entre intelectual y fonético. Un placer que es inseparable de ese ejercicio bastante obvio de remarcar los sonidos nasales y las acentuaciones para todo aquel que ha sido afectado por la enfermedad letal de la francofilia. Yo de esto sé bastante pero por suerte, y pese a lo que digan, he sabido mantenerme al margen.

Pero dejemos el sonido y vayamos a otro plano, no menor, del hombre en cuestión. Sí, la imagen, la apariencia, el semblante o como quieran llamarlo. Tiene unos lentes elegantes, con un marco muy delgado, unas mechas grises y el pelo negro, un poco largo y enrulado, como a mí me gusta, y barba. Usa anillo. Uno en una mano y otro en la otra. Interesante. Es un tipo con preocupaciones estéticas. Un poco dispar en cuanto a sus elecciones de vestuario sí, aunque con cierto interés por crear una imagen, lo que siempre es importante. Dicen que Enzensberger, a quién él seguro ha leído, lo dijo y yo en eso estoy de acuerdo: la forma es indisociable del contenido. No se puede ser intelectual y vestirse con chancletas o leer un paper con un jogging y mocasines. Se puede, pero tu contenido retrocede porque descuidaste la forma. Él ha cuidado la forma, ha mirado los detalles pero, como decía, no con total coherencia. Hasta la cintura vamos bien. Enumero: terno oscuro, camisa clara, camiseta apenas perceptible. En la parte inferior del cuerpo comenzamos con los problemas. Jean demasiado apretado. No adrede, seguramente, pero el tema es que mi escogido no responde a los modelos de delgadez extrema necesarios para este tipo de indumentaria. De todas formas, eso a mí, debo confesarles, no me importa o más bien no es algo que altere lo esencial que siento por él. Eso lo vuelve vulnerable, humano, es una fragilidad de esas que hacen posible que lo quiera.

Si me pongo minuciosa, hay otro detalle por el cual la parte inferior del plano me abstrae de la ceguera absoluta que conlleva un amor como el nuestro. Da un poco de risa confesarlo: sus medias son blancas. No alcanzo a ver si blancas o beige, pero ese contraste entre lo oscuro del jean, los zapatos y lo claro de las medias, que además le quedan cortas y dejan ver un fragmento de su piel (viril sí, pero que no debe ser expuesta en un lugar tan poco indicado como la pantorrilla y/o la academia), definitivamente no le queda bien.

De repente dice algo que ha dicho Van Dijk en su libro del 97. No tengo idea de qué libro habla, pero anoto para poder recordarlo des­pués. Pienso en cómo será nuestra convivencia en un país como este. En si viviremos en un edificio antiguo, en si privilegiaremos el espacio o la ubicación, la cercanía de los parques o los colegas universitarios, su familia o la mía. Pienso en si tendremos sexo en la cocina o el baño o si todo será convencional, que igual no necesariamente tiene que ser aburrido. Pienso en quién cocinará la mayor parte de los días, en quién cumplirá el papel policíaco en los temas del orden. Si la calefacción será a gas o eléctrica o tal vez losa radiante, aunque dudo que nuestro ingreso, o más bien su ingreso, que saldría de una univer­sidad pública no europea, alcance para un lujo así. También pienso en cómo nos organizaremos con las tareas, con los horarios para el amor, el supermercado. Y mientras me debato en estas cosas esenciales, él, que seguramente es poco afecto a las cuestiones domésticas, continúa en una frase compleja sobre sufijos, prefijos, fonemas, morfemas, que cierra con un comentario acerca de algo que le «remite a la dicotomía entre langue y parole saussureana».

Más que en langue y parole yo pienso en otra dicotomía que mi amante fornido también ha mencionado. Dijo, no sé bien a título de qué, que le interesa el punto en que se distingue la «pretensión sofis­ticada de la pieza única y lo descartable del consumo de masas», y pa­radójicamente, en la mesa, junto a ellos, además de dos computadoras, hay un botellón barroco ―que no es pretencioso pero sí sofisticado― y dos vasos de plástico amarillo. Algo me da risa en esta asociación. No me río, sólo hago una mueca y simulo que la gracia procede de los chis­tes del orador. A mí este tipo de chistes no me divierten. Son chistes intelectuales, chistes con las palabras, con la pronunciación del caste­llano de los franceses que marcan la r como ege, como si no pudieran escaparse de la obviedad. Odio a los franceses. No es una ironía, es la verdad. Me parecen, a esta altura y en un lugar como esta facultad, el colmo de los clichés. Nada ha cambiado en 20 años. Traigan japoneses, vietnamitas, egipcios, que además son más guapos. Lo francés ya fue. En eso disentimos. A él seguramente, no tenemos que ser muy astutos, el mundo francés aún le encanta. Comentó que estudió en la Sorbona (ha dicho Université Paris-Sorbonne) y ahí es donde conoció a Villoi­son, el teórico-que-está-entre-nosotros pero que sólo él tiene al lado y venera.

A mí no me va ni me viene toda esa cursilería francesa, todo ese lugar común, por más que haya gente que piense lo contrario. Pero a él puedo verlo con claridad en esos escenarios, regodeándose, yendo a los mismos cafés a los que fue Sartre, comiendo croissants y pan au chocolat. Qué ternura. Qué ingenuidad. Ese esnobismo me desagrada pero también me conmueve. Además ese será su pasado y de eso no hablaremos, del pasado. Tendremos que conservar el misterio. Aunque no va a ser fácil para él aprender a amarme a mí por lo que soy y no por lo que fui, porque cuando estemos juntos, ya todo estará en mi pasado. Y te repito, mi amor, ya no quiero hablar de eso.

Cuando se ríe, mi hombre me parece horrible. Como si sólo le sentara situarse en el modo serio, en el modo grave, en el modo in­telectual. Porque sí, a mí una vez más me tocó enamorarme de un hombre de la academia. Un tipo que habla de cosas elevadas como la acentuación ideológica de Voloshinov o la crítica al carácter inma­nentista de la semiótica. No lo puedo imaginar en un sillón desteñido viendo la televisión de la tarde mientras los dos tenemos fiebre. No, qué horror, jamás te haría eso. Yo sé lo que significa para vos, y hasta me dolería. Me imagino la escena y de tan ridícula me da risa. Pero no te rías, no, que Villoison ahora está hablando de nuevo.

Dice algo que conecta con un ligandou; los otros profesores que están a mi alrededor toman nota sin mucho criterio (lo detecto por­que se inclinan a escribir cuando Villoison dice cualquier cosa, incluso cuando está en silencio) y creo que lo hacen para no dormirse. A mí, confieso, me pasa lo mismo. Para no irme de los lugares tengo que tomar nota; si no, me duermo. Eso hago ahora y lo miro a él, claro.

Pero él, mi enamorado, no, él no me demuestra su deseo en pú­blico. En eso somos distintos y estas pequeñas diferencias, sí, estas pe­queñas diferencias, algo inocentes y superables, son las que harán de nosotros una pareja estable, de complementos, tan sólida como el apa­rato conceptual saussureano, tan compacto como el Grupo μ. Ahora tampoco quiere escucharme, le da vergüenza que exponga cosas de nuestra relación incipiente. Ha dicho que sabe lo que implica romper con la tradición. Tal vez por eso se queda callado. Prefiere optar por la indiferencia. Se mantiene con las piernas cruzadas, recostado hacia atrás y observa a Villoison que pronuncia cada vez peor.

Yo miro cómo se saca los lentes y se pasa la mano sobre la barba. Sin anteojos parece más joven. Más animal y eso, en parte, me gusta. Es una variante que me sorprende. Y en esas sorpresas la relación crece, vuelve a tomar el ímpetu inicial. Es por eso que te digo que es impor­tante que nos sorprendamos, eso le diré cuando el misterio se esfume, cuando la relación se desgaste y él tenga más ganas de leer a Bourdieu o corregir exámenes que tener sexo. Porque de esto, mi amor, yo ya sé y seguramente más que de lingüística.

Por momentos su cuerpo se distorsiona, se tuerce, pierde la pose estudiada y se inclina hacia delante, las piernas flexionadas y abiertas, el pantalón adherido a las piernas. El francés habla de modelos y estra­tegias, acentúa todo mal, polítologos, cambia vocales, periodistos, y pide disculpas. No pidas disculpas, habla bien y punto. No, no le voy a decir esto, no temas, jamás los avergonzaría en público y te pondría en una situación así. Es que me impacienta. Yo sé que no lo entiendes, pero en cierta forma me parece una falta de respeto que si el tipo es lingüista hable tan mal nuestro idioma.

Me ignora, lo puedo ver. Se sirve agua en el vaso de plástico amari­llo. Hay un silencio. Villoison comienza a acomodar su computador. Se cambia los anteojos, se acomoda los de ver de cerca y pone caras de curiosidad, sorpresa y enojo mientras recorre con sus dedos (dedos temblorosos, que siempre están a punto de quebrarse) las teclas del ordenador.

Mi hombre observa cómo esos dedos buscan el archivo, ingresan a él, abren el documento y esperan a que el aparato capture esa señal de video que condensa sus teorías, esquematizadas en cuadros sinópticos, para que todo ese lote de estudiantes y profesores (que probable­mente nunca hayan entendido ni siquiera a Barthes en forma cabal) sepa algo de su maldita investigación, esa que le llevó diez años, viajes, discursos de Miterrand, Chirac y toda la campaña del 88.

Pero no, algo falla siempre en el proceso de difusión del conoci­miento. Y no es que la audiencia o el receptor no pueda decodificar en forma correcta por falta de competencias o por no compartir cierto universo común de referencias. No. El problema es más básico y quizás más simple de solucionar. El proyector, por algún motivo, no logra pro­cesar la información y diseminarla en la superficie que está detrás de los expositores. Para nosotros, esa superficie está en blanco.

Villoison permanece callado. Empieza a revisar sus papeles. Por momentos, mira hacia el costado y se queda con la vista perdida en un punto fijo de la pared descascarada de la facultad. Impotente, en silencio, inmerso en su mundo, como siempre. Mi nuevo amor tam­bién se quita los lentes, pasa las manos por sus ojos, que me parecen cansados, desprovistos de toda luz espiritual, de toda curiosidad por el conocimiento. Vuelve a ponerse los anteojos y comienza a hacer señas. De repente entran dos hombres, que caminan rápido, usan abrigos grandes y son los únicos erguidos en este lugar que ya perdió cualquier pretensión de solemnidad. Los profesores sentados en las primeras filas, una vieja que, apuesto, enseña Semiología I o Principios de la Lin­güística habla y se ríe con otra que seguramente da Letras Modernas o tal vez algún seminario sobre Literatura Latinoamericana.

Los dos visitantes de la sala avanzan firmes hacia el escenario con la misión de enchufar y desenchufar el dispositivo para mostrar imáge­nes. Tal vez incitado por estos personajes, mi amante deja su asiento y al estar parado, noto que es bajo, incluso más bajo que los tipos que intentan arreglar el asunto. Se acerca a ellos y gesticula. Los dos técni­cos lo ignoran, encogen sus hombros, y apenas lo miran. Mi hombre camina de un lado a otro por el escenario y los observa. De repente sube otro personaje, vestido con un delantal gris y con una pequeña maleta que imagino tendrá herramientas. Se para al lado de los técni­cos e intercambian un par de palabras y de gestos. Luego habla con mi elegido, aunque en realidad no es un diálogo sino más bien un monó­logo en el que el personal técnico tiene la última palabra y el personal académico es el que padece la derrota. Y la derrota implica acercarse encorvado a Villoison, susurrarle algo en un francés ficticio o un cas­tellano afrancesado. Verlo así, rindiéndose ante los técnicos, mostrando su desorientación y pidiendo disculpas a Villoison me avergüenza. Pero no sólo debo soportar esa humillación, sino que ahora también debo ser testigo de su oratoria, porque el tipo va a hablar, o al menos eso dice su cuerpo bajo y regordete en el medio del escenario, haciendo gestos para llamar la atención del público. Dice, alumnos, profesores. Nadie lo escucha. Sin el micrófono y sin el discurso intelectual, su voz suena chillona, poco varonil. Alumnos, profesores, repite. Es una pena para la institución, para el cuerpo académico y para nuestro alumnado pero por motivos de fuerza mayor nos vemos obligados a cancelar la exposición del doctor Villoison. Hubo complicaciones de índole técni­ca y como ya saben, poco podemos hacer para reparar estas fallas en breve, así que les pedimos las disculpas del caso y los invitamos a volver a encontrarnos mañana en esta misma sala, y a la misma hora, para disfrutar de la presentación de nuestro respetado académico, de esta visita ilustre. Una vez más, agradecemos su asistencia y la presencia de los doctores invitados en esta jornada capital para nuestra institución y su aporte crucial a la teoría del análisis del discurso. Esperamos verlos pronto y adelantarles una invitación para la próxima conferencia que se llevará a cabo en la Facultad de Filosofía bajo el título  «Dispositivos de producción discursiva en la posmodernidad tardía».

Sí, pienso, nos volveremos a ver pero ya nada será lo mismo. Lo nuestro está desgastado. Odio ser tan cruda pero prefiero serle sincera. Un amante no puede estar exento de hombría.

La gente comienza a irse. Algunos se saludan. Imagino que son to­dos profesores. Aún no nos han presentado. Los dos hombres del pa­nel se hablan, se saludan. Villoison me sonríe y el otro también. Tomo mi cartera, mi abrigo y me paro. Ellos bajan sin prisa la escalera. Llegan hasta mí. Mi mujer, dice Villoison con ese tono gangoso, tan francés. En­cantada, digo yo. Cuando el hombre me da la mano, me doy cuenta de que tampoco nos queda la química. Y cuando no hay deseo ni química, ya no tiene sentido una pasión. Sólo queda un discurso vacío, pobre sustituto de lo real.

 

¿Te gustó la nota?
  • ¡SÍ! 
  • MÁS O MENOS 
  • NO 
1

Aún sin comentarios.

¿Qué opinas?

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.