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La verdad sobre Mbusu

Cuatro amigos salen en busca de más alcohol para pasar la noche. En el camino, uno sufre un accidente grave. ¿Qué hacen? Continúan el camino. Este cuento forma parte del libro Espontaneidad.

La verdad sobre Mbusú, según Charles Da Ponte.

Mbusu murió. Es hora de aceptarlo. No cambiaremos la realidad por el simple hecho de no hablar del tema o repetir a cada rato una mentira estúpida. Él merece la verdad sobre su fin, que a su vez provocó la muerte de una parte de quienes, como yo, desde el momento de la noticia, no logramos cubrirlo con las simples anécdotas que cada día tienen un color distinto, volviendo casi irreal al amigo que nos llenaba más de amarguras que de risas, pues tenía la mala costumbre de lanzar sus verdades de tonalidades dolientes sin darnos tiempo ni espacio para esquivarlas.

Es necesario reconocer, bien al inicio, que él mismo es el principal culpable de lo sucedido. Sólo en parte es cierto eso de que «todos somos responsables por acción o inacción», como dicen a escondidas unos pocos. Y lo inventado por sus padres es una ofensa a la historia. De nuevo modificaron a su antojo los detalles y mostraron a la sociedad que ellos, sus pobres progenitores, no merecían nada de eso, porque habían hecho todo para que él tuviera una vida privilegiada y exitosa. ¡Farsantes! Ni siquiera son capaces de entender su sobrenombre. No se le llamaba Mbusu sólo porque era flaco hasta los huesos. Quiso que lo nombráramos así porque de una u otra forma siempre lograba zafarse de ustedes, sus opresores; y además sabía que les molestaba muchísimo el idioma de la palabra.

¿Por qué, entre sus mejores amigos, yo, Búho, puedo darme el lujo de narrar lo ocurrido? Porque compartí con él sus últimos quince años de niño pedante, adolescente enloquecido, joven superdotado, borracho contumaz y grosero descomunal. Nadie más podría decir la verdad a su manera: sin dar tiempo ni espacio a los que con seguridad querrán hacer a un lado el cuerpo.

La farra del día anterior al fin inesperado fue organizada por él. Llamó a cada uno y dijo que nos encontraríamos en la casa de Caballo, quien una vez más no sabía nada del asunto. Nosotros simplemente llegamos y nos movimos en su sala y cocina como si fueran nuestras. Encontramos una botella de caña y decidimos en el acto mezclarla con soda, para abaratar la borrachera previsible. El elíxir no aguantó los sorbos inacabables de los más ebrios y nos vimos en la terrible realidad de ir a la estación de servicios a comprar más alcohol barato, como lo hacíamos cada cuarenta y ocho o setenta y dos horas.

Éramos reconocidos en el barrio por un desenfrenado alcoholismo público sin remordimientos. La diferencia entre otros grupos de amigos y nosotros era simple: sólo dañábamos nuestros hígados. Mbusu decía en su tono siempre irónico: «Lo de las neuronas no debe importarnos. En la puta vida las vamos a usar completamente… Y por si fuera poco, se reproducen cada tanto.» Tenía razón, como en muchísimas cosas más relacionadas con todo.

Con el fin de apoyarnos unos a otros, caminábamos los cuatro prácticamente con los hombros pegados, ocupando toda la vereda. Teníamos una regla básica para los casos de emborrachamiento prematuro: los más sobrios iban a los extremos, para salvaguardar a los que se habían pasado de tragos, ubicados por decisión unánime en los carriles centrales.

El pensamiento fatalista está impregnado en nuestras costumbres. A veces quiero negarlo, pero la realidad no duda un segundo en abofetearme cuando se me cruza por la cabeza. Júzguenlo ustedes. Mbusu, que generalmente iba en medio, esa noche caminaba en el extremo de la muralla, donde yo solía estar. No recuerdo con exactitud si en verdad él estaba menos ebrio que yo, aunque sólo por esa razón podríamos haber cambiado de posición estratégica para llegar completos a la estación de servicios, que estaba a doscientos largos metros de la casa de Caballo.

Cuando cruzamos la primera cuadra, nos burlamos con ganas de la muralla inclinada. Mbusu, por caminar en ese carril, y quizá por no haber bebido lo suficiente, vio la madera corta y angosta que cumplía la importante función de detener la inminente caída del montón de ladrillos encimados unos sobre otros. Por supuesto que a él —ahora lo deduzco— le llamó la atención esa ridiculez, pues no solía ir en ese carril y jamás estuvo tan sobrio. No exagero. Al verla, gritó: «¿Qué carajo hace esta madera acá?» Y acto seguido le dio una patada como nunca la había dado en los partidos de fútbol. La tranca voló. La muralla crujió como un trueno. Los del medio corrimos despavoridos hacia el frente. Caballo, que estaba en el extremo de la calle, saltó al asfalto. Y Mbusu no tuvo tiempo de nada.

Tras el derrumbe insólito, Caballo gritó, porque parte de la muralla había caído sobre su pie, doblándole un poco el tobillo. Estaba blanco de cal y de susto, como nosotros, los del medio, que por milagro reaccionamos a tiempo. Qué contradicción: los más ebrios reaccionamos más rápido. Esto va dirigido a quienes nunca bebieron y afirman que el alcohol disminuye los reflejos. La gente de la estación de servicios nos silbó de mala gana y nadie se acercó a ayudarnos. Buscamos a Mbusu, desesperados al principio por no ver rastros de él, pero contentos al oírlo decir sin vestigios de dolor: «¡Qué madera de mierda!»

Nos acercamos y le preguntamos si estaba bien. «¿No ven que estoy atascado?», dijo. Caballo y Burro lo tomaron del brazo blanqueado y lo estiraron haciendo caso omiso de su dolor. Al final explicó que algo pesado estaba sobre su pierna derecha. Me acerqué a ayudar, quitando escombros y tirándolos a la calle. En eso, Burro murmuró que la policía venía. No sé por qué lo hizo. Desde niño fue un idiota irredimible. Nos asustamos como siempre que oíamos la sirena policial y sólo pensamos en fugarnos adonde fuera. Los tres estiramos a Mbusu con fuerza, desoyendo su ruego de tener cuidado, y, al son de sus gritos de dolor intenso, salió con el cuerpo herido desde el estómago hasta el muslo de la pierna derecha. Sangraba incluso lo que no tenía. Caballo, Burro y yo nos asustamos muchísimo, y Mbusu se sorprendió aún más, pues sólo al verse supo cuán herido estaba. Quedamos en silencio, sin saber qué hacer. En cambio, él, segundos después, se quitó una de sus remeras —entonces entendí por qué siempre usaba una encima de otra—, la colocó en la herida del estómago y encabezó cojeando la ida a la estación de servicios.

Llegamos. Nos miramos a los ojos, como esperando que alguien decidiera por los demás. Desde el día siguiente al final nos preguntaron un millón de veces y nos preguntamos un billón de veces por qué carajo nadie propuso ir al hospital cuanto antes. Ninguno podría responder. Echen la culpa a quien quieran. En el momento en que nos mirábamos, Mbusu dijo que tenía veinte mil guaraníes; Burro, diez mil; Caballo, nueve mil; y yo, trece mil. Repetimos el ritual. ¿Es vergonzoso confesarlo? No. La verdad provoca algo mucho más grave que la vergüenza. Ya sabíamos lo que compraríamos. Sólo un detalle cambió esa noche: Mbusu decidió esperar ahí porque no quería alarmar a la gente con su apariencia de zombi. Él mismo lo dijo. Si no quieren creerlo, no lo hagan. Es sabido que no se quiere creer la verdad, menos cuando se trata de un joven muerto en circunstancias absurdas.

No estoy en contra de todas las cosas dichas póstumamente sobre él. Por supuesto que Mbusu era muy inteligente, sensible, buen amigo… pero también era un imbécil como cualquier ser irracional del planeta. Y esa vez lo fue tanto como nosotros. Compramos una botella de la caña más barata y otra de la gaseosa más cara. Salimos y no lo encontramos. Durante un rato nos asustamos mucho. Recorrimos el lugar, cada uno en una dirección distinta, hasta que lo vi escondido en el sector de los baños. Le hice una seña para que se acercara, mostrándole las bebidas. Se aproximó con la sonrisa puesta al reconocerlas.

Regresamos alegres, casi eufóricos, a la casa de Caballo. Sobrepasamos los escombros de la primera cuadra sin detenernos. Sólo pensábamos en llegar cuanto antes y compartir lo que aún quedaba de la noche blanca de luna y neón.

Bebimos durante toda la madrugada. Revivimos la caída de la muralla inclinada incontables veces sólo para reírnos de nuestras reacciones, del susto tremendo que nos llevamos. Dijimos muchas estupideces, quizá más de lo acostumbrado. En ningún momento le preguntamos cómo se sentía. No mostraba signos de dolor. Bebía, hablaba, reía y se burlaba de la misma manera de siempre. Luego de un par de horas olvidamos la herida, talvez porque Caballo le había prestado una campera grande de cuero negro.

Al amanecer nos vimos en la obligación de regresar a nuestras casas. El que más debía caminar era Mbusu. Y lo hizo solo, sin pedir ayuda a nadie, como si fuera un día normal. Aquí viene la parte más difícil de contar: la despedida fue la de todos los días, es decir, un saludo trivial que nunca significó un chau definitivo, pues pensábamos encontrarnos de nuevo en doce horas más o menos para continuar perdiendo el tiempo juntos. Dos llegamos rápido a nuestras casas, sanos, salvos y ebrios. Dedujimos que él llegó, tomó un baño y se limpió, a pesar de haber intentado no dejar indicios. También pensamos que se echó un frasco de alcohol rectificado en la herida, por la botella vacía encontrada a su lado. Imagino que al hacer eso sintió más dolor que cuando sufrió el accidente. Incluso se le han de haber escapado muchas lágrimas. Esto lo menciono porque él había dicho en cierta ocasión que le dolía más sanar sus heridas que padecerlas. Entendemos que se vio forzado a acostarse en una posición imposible. Y aunque el mundo entero se obstine en olvidarlo o transformarlo, sabemos que cuando su vieja quiso despertarlo, escandalizada por las manchas de sangre en su alfombra preferida y su posición anormal en la cama, él se rebeló una vez más contra ella y la amarga realidad impuesta, y decidió de una buena vez por todas no volver a despertar.

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