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La caperucita roja

Unos policías, en un automóvil rojo al que los vecinos llaman caperucita roja, secuestran al maestro don Luis periódicamente: lo llevan a la fuerza para torturarlo. Un niño vecino registra esas idas y vueltas, al principio sin comprenderlas. Este cuento, ganador del Premio Elena Ammatuna 2011, forma parte del libro Espontaneidad.

 

 

Años atrás me había propuesto el objetivo de hallarla, tanto en memoria del maestro como por su viuda, pero nunca imaginé que la vería abandonada y oxidada en un sucio estacionamiento del mercado. Apenas la vi, llamé entusiasmado a mamá: ¡Encontré el coche! ¿Qué? ¡La caperucita roja!, dije como si hubiera hecho el mayor hallazgo de la historia. En los primeros segundos no comprendió mi alegría inusual, pero cuando mencioné a don Luis unió las ideas y fue rápido junto a doña Celestina para darle la aguardada noticia que se había convertido en una de sus causas de vida.

El simple hecho de verla y tocarla por vez primera me devolvió al tiempo compartido con el maestro que vivía al lado de casa. En esos años difíciles, sin sobreponer jamás su tragedia a la cotidianidad, don Luis supo cómo aproximarse al niño tímido que yo era, explayándose sobre infinitos temas maravillosos. Sabía todo de todo. Hablaba gesticulando: sus manos dibujaban las palabras fluidas, cristalinas, cálidas. Su talento parecía innato y se mostraba con tanto amor a la vida que provocaba respeto y admiración de sus oyentes. También de mi mamá, quien lo ayudó cuantas veces fueron necesarias, como el resto de los vecinos. Yo también me había puesto en campaña para retribuirle su generosidad, sin saber cómo lo haría hasta que, después de mucho pensar, me topé con mi labor de manera fortuita.

Una tardecita calurosa, a pocas horas del toque de queda, vi un coche grande, rojo, como una camioneta cerrada, pasando frente a nuestras casas, yendo derecho algunas cuadras más y retornando por la misma calle empedrada. Eso me llamó la atención y fui a contárselo a mamá. Ella escuchó, corrió al patio y cruzó a la casa de al lado. Nuestras casas tenían un portoncito para pasar de una a otra en cualquier momento. Yo la seguí por puro curioso. Mamá habló con doña Celestina, la esposa de don Luis. La señora se sobresaltó y entró en su habitación. Minutos más tarde vi por primera vez al maestro siendo obligado a subir a ese raro vehículo, aunque en varias ocasiones ya había oído, a escondidas, a los mayores hablar de sus idas y vueltas, pero sin entender lo que decían. Hablaban bajito, como si cometieran un delito. En esos años yo no comprendía nada de la realidad adulta.

El día siguiente fue bastante normal a primera vista. Don Luis estaba en el frente de su casa. Fui a saludarlo con el apretón de manos matutino y él sólo hizo una mueca, algo así como una sonrisa sin mostrar los dientes. Miré sus manos y vi los dedos cubiertos con gasa. ¿Qué le pasó? ¿Preguntas por esto?, dijo el maestro y me mostró sus manos, con las palmas abiertas hacia mí. Sí… ¿por qué lo llevaron ayer? No te preocupes, mi hijo, que esos pobres policías sólo cumplen órdenes. Y… ¿adónde lo llevaron? A un lugar feo para preguntarme algo, pero como no tienen pruebas de nada, sólo me acariciaron un poquito en los dedos; después me trajeron de vuelta, ¿ves? Sus manos, a pesar del dolor, se movían del mismo modo, dibujando las palabras. ¿Y tú qué hiciste, leíste? El maestro era un experto en cambiar de tema cada vez que yo empezaba a profundizar en su vida. Respondía más o menos y luego dirigía la conversación hacia mis cosas y la literatura, el único arte que vuelve posible la empatía, según él. En esa ocasión me había prestado El principito y yo no lo había leído todo por pereza o distraído. Al final, conocí ese bello cuento gracias a la lectura del propio don Luis. Después de leerlo con voz de actor, me dijo: Eres un principito morocho y yo soy un piloto sin avión. ¿Qué? ¿Acaso no lo entiendes? Me quedé callado. Es simple: tú siempre preguntas y yo soy incapaz de satisfacer tu avidez, dijo y sonrió con un dejo de tristeza.

Luego de semanas, ya bien de noche, calles en silencio, volví a ver el coche rojo. Yo estaba en la entrada de casa cuando lo vi a cierta distancia, acercándose lentamente. Fui rápido a contárselo a mamá y ella hizo lo mismo de la vez anterior. Me volvió a llamar la atención el movimiento inusual y la seguí. Conversó con doña Celestina. Al rato dos policías entraron para detener a don Luis. La diferencia entre esa y la otra vez es que me aproximé a mamá para intentar comprender esa situación. Ella, bajando la voz, me contó: La policía lleva al maestro para preguntarle si está haciendo algo malo; es muy importante que me avises si ves ese coche de nuevo, mi hijo; cada vez que lo veas, podés venir a decirme: ¡Viene la caperucita roja!, así voy a saber de qué se trata, ¿entendés? Sí, claro, respondí, contento. ¡Por fin había hallado mi labor para ayudar al maestro!

El maestro regresó al día siguiente, como si nada hubiera sucedido, si no tenemos en cuenta las caricias padecidas. No te preocupes, es poca cosa; hay gente aguantando peores dolores, repetía don Luis a quien se lo preguntaba sin mostrarse airado o resentido contra quienes le habían hecho daño. Aprendí esa perspectiva de vida durante las muchas charlas compartidas, cuando él hablaba entusiasmado por todo o leía algo lindo y yo cebaba el tereré o el mate, generalmente derramando el agua fuera de la guampa por prestarle más atención a sus palabras que a mi trabajo circunstancial.

En los meses siguientes cumplí al pie de la letra mi labor de avisar la llegada inminente de la caperucita roja. Apenas la veía, corría hasta donde se encontraba mamá y le gritaba: ¡Ahí viene la caperucita roja! Ella, a su vez, hacía lo suyo. Y los policías también. Esa rutina no se mencionaba ni mucho menos se analizaba en el barrio. De hecho, ni siquiera doña Celestina y don Luis tocaban el tema. Si hablaban, lo hacían en voz baja y con la radio encendida. El tiempo transcurría lento y cada suceso de nuestras vidas parecía normal.

La rutina se mantuvo un par de años. La caperucita roja venía de vez en cuando, llevaba al maestro y después de algunas horas lo regresaba a su casa, donde doña Celestina aguardaba con las velas prendidas en la ventana. Los vecinos también lo esperábamos, sobre todo mamá y yo. En mi caso, si la espera se prolongaba demasiado, como la mayoría de las veces, me quedaba dormido. Sólo lo veía regresar cuando llegaban de mañana temprano. Pero, sin importar la hora, apenas pisaba la vereda, su esposa salía para ayudarlo. Él contaba qué había pasado en pocas palabras y ella le preguntaba qué partes del cuerpo le dolía. El maestro sonreía: Es poca cosa, voy a acostarme una horita; dentro de un rato me sentiré bien. Siempre era así. Dormía de mañana y cuando despertaba ya se dedicaba a sus trabajos.

La vida se nos vino abajo cuando lo llevaron durante una madrugada festiva y no lo devolvieron. Doña Celestina no sabía qué hacer ni a quién recurrir. Maldecía de impotencia. Mamá y los vecinos la acompañaban en su dolor, mientras que un abogado trataba de consolarla: No se preocupe, señora, su esposo se encuentra bien, seguramente van a soltarlo en cualquier momento. Ese momento no se vislumbraba en el futuro inmediato. Con el correr de los días todo decayó hasta llegar al terrible temor de que sucedería lo peor en el instante menos esperado. Incluso yo empecé a comprender la trágica realidad y a sufrir de impotencia como los demás. Pero doña Celestina no se había quedado de brazos cruzados. Hizo caso omiso de las sugerencias y fue a suplicar ver a don Luis. No se lo permitieron, a pesar de sus ruegos y sollozos. Sólo le repitieron las palabras vacías del abogado.

En las mañanas y las tardes de los siguientes meses ella hizo el esfuerzo de sobrellevar la ausencia de su esposo, pero esa fuerza sobrenatural desaparecía de noche. Las horas nocturnas volvían visible la soledad y el miedo. La incapacidad de siquiera salir a la calle la mantuvo en su habitación, con las velas prendidas y el llanto finísimo, percibido en la distancia a causa del silencio absoluto de esos días oscuros, quietos. Ese llanto finísimo rompió en llanto trágico cuando recibió una llamada anónima y escuchó a don Luis gritando de dolor inmenso. Mamá fue de inmediato a ver qué pasaba. Como yo estaba en camino detrás de ella, me dijo: No sabemos qué está pasando; quedate acá, ¿sí? No quería empeorar la situación y le hice caso, pero me mantuve atento a lo que ocurría.

Apenas amaneció, doña Celestina, mi mamá y el abogado fueron a ver al maestro. Ni siquiera se les permitió traspasar la puerta principal, pero insistieron tanto, acompañadas de varias personas, que al final uno de los policías de mayor grado recibió a doña Celestina y le dijo: Esta misma mañana van a soltar a su esposo, señora; le doy mi palabra. Ella, tomándole las manos, le agradeció con la mirada rebosante de esperanza. Regresaron al barrio y los vecinos se alegraron mucho con la respuesta.

Habían pasado meses desde la última vez que había visto a don Luis. Mamá, cuando me vio, se aproximó y me pidió que estuviera atento. Salí con la pelota a la calle. Mientras la pateaba contra la muralla y hacía unas picaditas, observaba a ambos lados. No hubo novedades esa mañana. A la hora del almuerzo salí a comer en el frente de casa, a la espera de la maldita caperucita roja. En esos momentos me di cuenta de que nunca la había visto a plena luz del sol y le pregunté a mamá si en verdad iban a traerlo de día. Ella, con cara de duda, me dijo: Sí, es cuestión de esperar, mi hijo. Continué, firme, en mi puesto de vigilante. Jamás imaginé que llegaría el día que estaría ansioso por la llegada de semejante vehículo. Pasaban las horas, la luz del sol se disipaba de a poco y mamá perdía las esperanzas, pero se mantenía de pie para dar fuerzas a doña Celestina, tal como los demás vecinos.

Mi trabajo no daba sus frutos, y mientras acababa el día e iniciaba el siguiente, con la gente aún a la espera, tuve el extraño pensamiento de que don Luis lo sabía… Sí, él sabía que ese último viaje era en realidad un viaje sin retorno. Pensé más en eso y comprendí en qué exactamente consistía mi trabajo. ¿Por qué lo hacía si él nunca había intentado huir o siquiera esconderse? En ese preciso instante se me iluminó la cabeza: el maestro aprovechaba esos escasos minutos para despedirse de doña Celestina, pues sabía que cualquiera de los viajes podría ser el último. Y nada en su vida sería peor que irse sin la debida despedida de su esposa, quien durante días y noches se mantuvo firme, con las velas prendidas en las ventanas para que él supiera, apenas llegase, que ella estaba ahí, aguardándolo, ansiosa por ver enfrente de su casa la maldita caperucita roja, al menos una vez más.

 

Nota: la ilustración de este cuento es de Charles Da Ponte.

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