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Conocimiento inútil

En este ensayo, incluido en el libro Elogio de la ociosidad (1935), Bertrand Russell reflexiona sobre la utilidad y la inutilidad del conocimiento, defendiendo el saber como un bien en sí mismo y «como un medio para crear una visión amplia y humana de la vida en general».

Bertrand Russell.

Bertrand Russell.

Francis Bacon, hombre que llegó a ser eminente traicionando a sus amigos, afirmaba, sin duda como una de las maduras lecciones de la experiencia, que «el conocimiento es poder». Pero esto no es cierto respecto de todo conocimiento. Sir Thomas Browne quería saber qué canción cantaban las sirenas, pero si lo hubiera averiguado, ello no le hubiese bastado para ascender de magistrado a gobernador de su condado. La clase de conocimiento a que Bacon se refería es la que nosotros llamamos científica. Al subrayar la importancia de la ciencia, continuaba tardíamente la tradición de los árabes y de la Alta Edad Media, según la cual el conocimiento consistía principalmente en la astrología, la alquimia y la farmacología, todas ellas ramas de la ciencia. Era un sabio quien, tras dominar estos estudios, había adquirido poderes mágicos. A principios del siglo XI, y por la única razón de que leía libros, todo el mundo creía que el papa Silvestre II era un mago en tratos con el demonio. Próspero, que en los tiempos de Shakespeare era una mera fantasía, representaba lo que durante siglos había sido la concepción generalmente aceptada de un sabio, al menos por lo que se refiere a sus poderes de hechicería. Bacon creía —acertadamente, según ahora sabemos— que la ciencia podía proporcionar una varita mágica más poderosa que cualquier otra en que hubieran soñado los nigromantes de épocas anteriores.

El Renacimiento, que estaba en su apogeo en Inglaterra en tiempos de Bacon, implicaba una rebelión contra el concepto utilitarista del conocimiento. Los griegos habían adquirido gran familiaridad con Homero, como nosotros con las canciones de los cafés cantantes, porque les gustaba, y ello sin darse cuenta de que estaban comprometidos en la búsqueda del conocimiento. Pero los hombres del siglo XVI no podían empezar a entenderlo sin asimilar primero una considerable cantidad de erudición lingüística. Admiraban a los griegos y no querían verse excluidos de sus placeres; por ello los imitaban, tanto leyendo los clásicos como de otras formas menos confesables. El saber, durante el Renacimiento, era parte de la joie de vivre, tanto como beber o hacer el amor. Y esto es cierto no solamente de la literatura, sino también de otros estudios más ásperos. Todo el mundo conoce la historia del primer contacto de Hobbes con Euclides: al abrir el libro, casualmente, en el teorema de Pitágoras, exclamó: «¡Por Dios! ¡Esto es imposible!», y comenzó a leer las demostraciones en sentido inverso hasta que, llegado que hubo a los axiomas, quedó convencido. Nadie puede dudar de que éste fue para él un momento voluptuoso, no mancillado por la idea de la utilidad de la geometría en la medición de terrenos.

Cierto es que el Renacimiento dio con una utilidad práctica para las lenguas antiguas en relación con la teología. Uno de los primeros resultados de la nueva pasión por el latín clásico fue el descrédito de las decretales amañadas y de la donación de Constantino. Las inexactitudes descubiertas en la Vulgata y en la versión de los Setenta hicieron del griego y del hebreo una parte imprescindible del equipo de controversia de los teólogos protestantes. Las máximas republicanas de Grecia y Roma fueron invocadas para justificar la resistencia de los puritanos a los Estuardo y de los Jesuitas a los monarcas que habían negado obediencia al papa. Pero todo esto fue un efecto, más bien que una causa, del resurgimiento del saber clásico, que en Italia había sido plenamente cultivado durante casi un siglo antes de Lutero. El móvil principal del Renacimiento fue el goce intelectual, la restauración de cierta riqueza y libertad en el arte y la especulación, que habían estado perdidas mientras la ignorancia y la superstición mantuvieron los ojos del espíritu entre anteojeras.

Se descubrió que los griegos habían dedicado parte de su atención a temas no puramente literarios o artísticos, como la filosofía, la geometría y la astronomía. Estos estudios, por tanto, se consideraron respetables, pero otras ciencias quedaron más abiertas a la crítica. La medicina, es cierto, se hallaba dignificada por los nombres de Hipócrates y Galeno, pero en el período intermedio había quedado casi estrictamente limitada a los árabes y los judíos, e inextricablemente entremezclada con la magia. De aquí la dudosa reputación de hombres como Paracelso. La química todavía tenía peor reputación, y comenzó a alcanzar con dificultades alguna respetabilidad en el siglo XVIII.

Y de esta forma vino a resultar que el conocimiento del griego y el latín, con unas nociones superficiales de geometría y quizá de astronomía, fuera considerado como el equipo intelectual de un caballero. Los griegos desdeñaban las aplicaciones prácticas de la geometría, y solamente en su decadencia hallaron utilidad a la astronomía, a guisa de astrología. En los siglos XVI y XVII, principalmente, se estudiaron las matemáticas con desinterés helénico, y se tendió a ignorar las ciencias que habían sido degradadas por su conexión con la magia. Un cambio gradual hacia una concepción más amplia y práctica del conocimiento, que había ido produciéndose a lo largo de todo el XVIII, experimentó de pronto una aceleración al final de aquel período a causa de la Revolución francesa y del desarrollo del maquinismo: la primera dio un golpe a la cultura señorial, mientras el segundo ofrecía un nuevo y asombroso campo de acción para el ejercicio de las técnicas no señoriales. Durante los últimos ciento cincuenta años, los hombres se han venido cuestionando, cada vez más vigorosamente, el valor del conocimiento, y han llegado a creer, cada vez con más firmeza, que el único conocimiento que merece la pena adquirir es aquel que resulta aplicable en algún aspecto a la vida económica de la comunidad.

En países como Francia e Inglaterra, que tienen un sistema educacional tradicional, el aspecto utilitario del conocimiento ha prevalecido sólo parcialmente. Hay todavía, por ejemplo, en las universidades profesores de chino que leen los clásicos chinos, pero que no conocen las obras de Sun Yat—sén, que crearon la China moderna. Hay todavía personas que conocen la historia antigua en tanto fue relatada por autores de estilo depurado, es decir, hasta Alejandro en Grecia y Nerón en Roma, pero que se niegan a conocer la mucho más importante historia posterior en razón de la inferioridad literaria de los historiadores que la escribieron. Aun en Francia e Inglaterra, sin embargo, la vieja tradición está desapareciendo, y en países más actualizados, como Rusia y los Estados Unidos, se ha extinguido totalmente. En los Estados Unidos, por ejemplo, las comisiones de educación señalan que mil quinientas palabras son todas las que la mayor parte de la gente utiliza en la correspondencia comercial, y proponen, en consecuencia, que todas las demás se eviten en el programa escolar. El inglés básico, una invención británica, va todavía más allá y reduce el vocabulario necesario a ochocientas palabras. La concepción del lenguaje como algo capaz de valor estético está muriendo, y se está llegando a pensar que el único propósito de las palabras es proporcionar información práctica. En Rusia, la persecución de finalidades prácticas es todavía más intensa que en Norteamérica: todo lo que se enseña en las instituciones de educación tiende a servir a algún propósito evidente de carácter educacional o gubernamental. La única escapada la permite la teología: alguien tiene que estudiar las Sagradas Escrituras en el original alemán, y unos cuantos profesores tienen que aprender filosofía para defender el materialismo dialéctico contra la crítica de los metafísicos burgueses. Pero cuando la ortodoxia se establezca más firmemente, aun esta estrecha rendija se cerrará.

El saber está comenzando a ser considerado en todas partes, no como un bien en sí mismo, sino como un medio. No crear una visión amplia y humana de la vida en general, sino tan sólo como un ingrediente de la preparación, esto es parte de la mayor integración de la sociedad, aportada por la técnica científica y las necesidades militares. Hay más interdependencia económica y política que en el pasado y, por tanto, hay una mayor presión social, que obliga al hombre a vivir de una manera que sus convecinos estimen útil. Los establecimientos docentes, excepto los destinados a los muy ricos o (en Inglaterra) los que la antigüedad ha hecho invulnerables, no pueden gastar su dinero como quieren, sino que han de satisfacer los propósitos útiles del estado al que sirven, proporcionando preparación práctica e inculcando lealtad. Esto es parte sustancial del mismo movimiento que ha conducido al servicio militar obligatorio, a los exploradores, a la organización de partidos políticos y a la difusión de la pasión política por la prensa. Todos somos más conscientes de nuestros conciudadanos de lo que solíamos, estamos más deseosos, si somos virtuosos, de hacerles bien y, en todo caso, de obligarles a que nos hagan bien. No nos gusta pensar que alguien esté disfrutando de la vida pertinente, por muy refinada que pueda ser la calidad de su disfrute. Sentimos que todo el mundo debería estar haciendo algo para ayudar a la gran causa (cualquiera que ésta sea), tanto más por cuanto tantos malvados están trabajando en contra de ella y tienen que ser detenidos. No gozamos de descanso mental, por lo tanto, para adquirir ningún conocimiento, excepto los que puedan ayudarnos en la lucha por lo que quiera que sea que juzguemos importante.

Hay mucho que decir en cuanto al estrecho criterio utilitarista de la educación. No hay tiempo de aprenderlo todo antes de empezar a crearse un medio de vida, y no hay duda de que el conocimiento «útil» es muy útil. Él ha hecho el mundo moderno. Sin él no tendríamos máquinas, ni automóviles, ni ferrocarriles, ni aeroplanos; debemos añadir que no tendríamos publicidad ni propaganda modernas. El conocimiento moderno ha dado lugar a un inmenso mejoramiento en el promedio de salud y, al mismo tiempo, ha revelado cómo exterminar grandes ciudades con gases venenosos. Todo lo que distingue nuestro mundo al compararlo con el de otros tiempos, tiene su origen en el conocimiento «útil». Ninguna comunidad se ha saciado todavía de él, y es indudable que la educación debe continuar promoviéndolo.

También tenemos que admitir que buena parte de la tradicional educación cultural era estúpida. Los jóvenes consumían muchos años aprendiendo gramática latina y griega, sin llegar a ser, finalmente, capaces de leer un autor griego o latino, ni a sentir siquiera el deseo de hacerlo (excepto en un pequeño porcentaje de los casos). Las lenguas modernas y la historia son preferibles, desde cualquier punto de vista, al latín y al griego. No solamente son más útiles, sino que proporcionan mucha más cultura en mucho menos tiempo. Para un italiano del siglo XV, dado que prácticamente todo lo que merecía la pena leer estaba escrito, si no en su propia lengua, en griego o en latín, estos idiomas eran indispensables llaves de la cultura. Pero desde aquellos tiempos se han desarrollado grandes literaturas en diversas lenguas modernas, y el proceso de la civilización ha sido tan rápido, que el conocimiento de la antigüedad se ha hecho mucho menos útil para la comprensión de nuestros problemas que el conocimiento de las naciones modernas y su historia comparativamente reciente. El punto de vista tradicional del maestro de escuela, admirable en los tiempos del resurgir cultural, se fue haciendo cada vez más totalmente estrecho, ya que ignoraba lo que el mundo ha hecho desde el siglo XV. Y no sólo la historia y las lenguas modernas, sino también la ciencia, cuando se enseña apropiadamente, contribuye a la cultura. Es posible, por tanto, sostener que la educación debe tener otras finalidades que la utilidad inmediata, sin defender el plan de estudios tradicional. Utilidad y cultura, cuando ambas se conciben con amplitud de miras, resultan menos incompatibles de lo que parecen a los fanáticos abogados de una y otra.

Aparte, no obstante, de los casos en que la cultura y la utilidad inmediata pueden combinarse, hay utilidad mediata, de varias clases distintas, en la posesión de conocimiento que no contribuye a la eficiencia técnica. Creo que algunos de los peores rasgos del mundo moderno podrían mejorarse con un mayor estímulo a tal conocimiento y una menos despiadada persecución de la mera competencia profesional.

Cuando la actividad consciente se concentra por entero en algún propósito definido, el resultado final, para la mayoría de la gente, es el desequilibrio, acompañado de alguna forma de alteración nerviosa. Los hombres que dirigían la política alemana durante la guerra cometieron equivocaciones en lo que se refiere, por ejemplo, a la campaña submarina, que llevó a los americanos al lado de los aliados, y que cualquier persona que hubiera tratado el tema con la mente despejada hubiera estimado imprudente, pero que ellos no pudieron juzgar cuerdamente a causa de la concentración mental y la falta de descanso. El mismo tipo, de situación se ve dondequiera que grupos de hombres, emprenden tareas que imponen un prolongado esfuerzo sobre los impulsos espontáneos. Los imperialistas japoneses, los comunistas rusos, los nazis alemanes, todos viven en una especie de tenso fanatismo que procede del vivir demasiado exclusivamente en el mundo mental de determinadas tareas que deben realizarse. Cuando las tareas son tan importantes y tan realizables como suponen los fanáticos, el resultado puede ser magnífico; pero en la mayor parte de los casos la estrechez de miras ha determinado el olvido de alguna poderosa fuerza neutralizante o ha hecho que todas aquellas fuerzas semejen la obra del diablo, que ha de cumplirse por el castigo y el terror. Los hombres, como los niños, tienen necesidad de jugar, es decir, de periodos de actividad sin más propósito que el goce inmediato. Pero si el juego sirve su propósito, ha de ser posible hallar placer e interés en asuntos no relacionados con el trabajo.

Las diversiones de los habitantes de las ciudades modernas tienden a ser cada vez más pasivas y colectivas, y a reducirse a la contemplación inactiva de las habilidosas actividades de otros. Sin duda, tales diversiones son mejores que ninguna, pero no son tan buenas como podrían serlo las de una población que tuviese, debido a la educación, un más amplio campo de intereses intelectuales conectados con el trabajo. Una mejor organización económica, que permitiera a la humanidad beneficiarse de la productividad de las máquinas, conduciría a un muy grande aumento del tiempo libre, y el mucho tiempo libre tiende a ser tedioso excepto para aquellos que tienen considerables intereses y actividades inteligentes. Para que una población ociosa sea feliz, tiene que ser población educada, y educada con miras al placer intelectual, así como a la utilidad directa del conocimiento técnico.

El elemento cultural en la adquisición de conocimientos, cuando es asimilado con éxito, conforma el carácter de los pensamientos y los deseos de un hombre, haciendo que se relacionen, al menos en parte, con grandes objetivos impersonales y no sólo con asuntos de importancia inmediata para él. Se ha aceptado demasiado a la ligera que, cuando un hombre ha adquirido determinadas capacidades por medio del conocimiento, las usará en forma socialmente beneficiosa. La concepción estrechamente utilitarista de la educación ignora la necesidad de disciplinar los propósitos de un hombre tanto como su práctica técnica. En la naturaleza humana no educada hay un considerable elemento de crueldad, que se muestra de muchas formas, importantes o insignificantes. Los niños en la escuela tienden a ser crueles con un nuevo niño, o con cualquiera cuyas ropas no sean totalmente convencionales. Muchas mujeres (y no pocos hombres) provocan todo el sufrimiento que pueden por medio de la murmuración maliciosa. Los españoles disfrutan con las corridas de toros; los ingleses disfrutan cazando. Los mismos crueles impulsos adquieren formas más serias en la caza de judíos en Alemania y de kulaks en Rusia. Todo imperialismo ofrece campo para tales impulsos, y en la guerra son santificados como la más elevada forma del deber público.

De modo que se debe admitir que gente con un alto nivel de educación es a veces cruel; y creo que no puede haber duda de que esa gente es cruel mucho menos frecuentemente que aquella cuya mente se ha dejado en barbecho. El bravucón del colegio rara vez es un muchacho cuyo aprovechamiento en los estudios está por sobre el promedio. Cuando tiene lugar un linchamiento, los cabecillas son casi invariablemente hombres muy ignorantes. Esto no es así porque el cultivo de la mente produzca sentimientos humanitarios positivos, aunque puede hacerlo; es más bien porque proporciona otros intereses que el mal trato a los vecinos, y otras fuentes de respeto a la propia personalidad que la afirmación de dominio. Las dos cosas más universalmente deseadas son el poder y la admiración. Los hombres ignorantes, generalmente, no pueden conseguir ninguna de las dos sino por medios brutales que llevan aparejada la adquisición de superioridad física. La cultura proporciona al hombre formas de poder menos dañinas y medios más dignos para hacerse admirar. Galileo hizo más que cualquier monarca para cambiar el mundo, y su poder excedió inconmensurablemente del de sus perseguidores. No tuvo, por tanto, necesidad de aspirar a ser, a su vez, perseguidor.

Quizá la ventaja más importante del conocimiento «inútil» es que favorece un estado mental contemplativo. Hay en el mundo demasiada facilidad, no sólo para la acción sin la adecuada reflexión previa, sino también para cualquier clase de acción en ocasiones en que la sabiduría aconsejaría la inacción. La gente muestra sus tendencias en esta cuestión de varias curiosas maneras. Mefistófeles dice al joven estudiante que la teoría es gris pero el árbol de la vida es verde, y todo el mundo cita esto como si fuera la opinión de Goethe, en lugar de lo que éste suponía que era probable que dijera el diablo a un estudiante. Hamlet es tenido por una terrible advertencia contra el pensamiento sin acción, pero nadie tiene a Otelo como una advertencia contra la acción sin pensamiento. Los profesores como Bergson, por una especie de culto de moda al hombre práctico, condenan la filosofía y dicen que la vida, en su manifestación más elevada, debería parecerse a una carga de caballería. Por mi parte, estimo que la acción es mejor cuando surge de una profunda comprensión del universo y del destino humano, y no de cualquier impulso salvajemente apasionado de romántica pero desproporcionada afirmación del yo. El hábito de encontrar más placer en el pensamiento que en la acción es una salvaguarda contra el desatino y el excesivo amor al poder, un medio para conservar la serenidad en el infortunio y la paz de espíritu en las contrariedades. Es probable que, tarde o temprano, una vida limitada a lo personal llegue a ser insoportablemente dolorosa; sólo las ventanas que dan a un cosmos más amplio y menos inquietante hacen soportables los más trágicos aspectos de la vida.

Una disposición mental contemplativa tiene ventajas que van de lo más trivial a lo más profundo. Para empezar están las aflicciones de menor envergadura, tales como las pulgas, los trenes que no llegan o los socios discutidores. Al parecer, tales molestias apenas merecen la pena de unas reflexiones sobre las excelencias del heroísmo o la transitoriedad de los males humanos, y, sin embargo, la irritación que producen destruye el buen ánimo y la alegría de vivir de mucha gente. En tales ocasiones, puede hallarse mucho consuelo en esos arrinconados fragmentos de erudición que tienen alguna conexión, real o imaginaria, con el conflicto del momento; y aun cuando no tengan ninguna, sirven para borrar el presente de los propios pensamientos. Al ser asaltados por gente lívida de rabia, es agradable recordar el capítulo del Tratado de las pasiones de Descartes titulado Por qué son más de temer los que se ponen pálidos de furia que aquellos que se congestionan. Cuando uno se impacienta por la dificultad existente para asegurar la cooperación internacional, la ansiedad disminuye si a uno se le ocurre pensar en el santificado rey Luis IX antes de embarcar para las cruzadas, aliándose con el Viejo de la Montaña, que aparece en Las mil y una noches como la oscura fuente de la mitad de la maldad del mundo. Cuando la rapacidad de los capitalistas se hace opresiva, podemos consolarnos en un instante con el recuerdo de que Bruto, ese modelo de virtud republicana, prestaba dinero a una ciudad al cuarenta por ciento y alquilaba un ejército privado para sitiarla cuando dejaba de pagarle los intereses.

El conocimiento de hechos curiosos no sólo hace menos desagradables las cosas desagradables, sino que hace más agradables las cosas agradables. Yo encuentro mejor sabor a los albaricoques desde que supe que fueron cultivados inicialmente en China, en la primera época de la dinastía Han; que los rehenes chinos en poder del gran rey Kaniska los introdujeron en la India, de donde se extendieron a Persia, llegando al Imperio romano durante el siglo I de nuestra era; que la palabra «albaricoque» se deriva de la misma fuente latina que la palabra «precoz», porque el albaricoque madura tempranamente, y que la partícula inicial «al» fue añadida por equivocación, a causa de una falsa etimología. Todo esto hace que el fruto tenga un sabor mucho más dulce.

Hace cerca de cien años, un grupo de filántropos bienintencionados fundaron sociedades «para la difusión del conocimiento útil», con el resultado de que las gentes han dejado de apreciar el delicioso sabor conocimiento «inútil».

Al abrir al azar la Anatomía de la melancolía de Burton, un día en que me amenazaba tal estado de ánimo, supe que existe una «sustancia melancólica», pero que, mientras algunos piensan que puede ser engendrada por los cuatro humores. «Galeno sostiene que solamente puede ser engendrada por tres, excluyendo la flema o pituita, y su aserción cierta es firmemente sostenida por Valerio y Menardo, al igual que Furcio, Montalto, Montano… ¿Cómo —dicen— puede lo blanco llegar a ser negro?» A pesar de tan incontestable argumento, Hércules de Sajonia y Cardan, Guianerio y Laurencio son (así nos lo dice Burton) de opinión contraria. Confortada por estas reflexiones históricas, mi melancolía, fuera producida por tres o por cuatro humores, se disipó. Como cura para una preocupación excesiva, pocas medidas más efectivas puedo imaginar que un curso sobre tales controversias antiguas.

Pero en tanto que los placeres triviales de la cultura tienen su lugar en el alivio de los problemas triviales de la vida práctica, los méritos más importantes de la contemplación están relacionados con los males mayores de la vida: la muerte, el dolor y la crueldad y la ciega marcha de las naciones hacia el desastre innecesario. Para aquellos a quienes ya no proporciona consuelo la religión dogmática, existe la necesidad de algún sucedáneo, si la vida no se les hace polvorienta y áspera y llena de agresividad fútil. Actualmente el mundo está lleno de grupos de iracundos y egocéntricos, incapaces de considerar la vida humana como un todo, y dispuestos a destruir la civilización antes que retroceder una pulgada. Para esta estrechez ninguna dosis de instrucción técnica proporcionará un antídoto. El antídoto, en tanto sea cuestión de la psicología individual, ha de hallarse en la historia, en la biología, en la astronomía, en todos aquellos estudios que, sin aniquilar el respeto a la propia personalidad, capacitan al individuo para verse en su verdadera perspectiva. Lo que se necesita no es este o aquel trozo específico de información, sino un conocimiento tal que inspire una concepción de los fines de la vida humana en su conjunto: arte e historia, contacto con las vidas de los individuos heroicos y cierta comprensión de la extrañamente accidental y efímera posición del hombre en el cosmos —todo esto tocado por un sentimiento de orgullo por lo que es distintivamente humano: el poder de ver y de conocer, de sentir magnánimamente y de pensar y comprender—. La sabiduría brota más fácilmente de las grandes percepciones combinadas con la emoción impersonal.

La vida, siempre llena de dolor, es más dolorosa en nuestro tiempo que en las dos centurias precedentes. El intento de escapar al sufrimiento conduce al hombre a la trivialidad, al engaño a sí mismo, a la invención de grandes mitos colectivos. Pero esos alivios momentáneos no hacen a la larga sino incrementar las fuentes de sufrimiento. Tanto la desgracia privada como la pública sólo pueden ser dominadas en un proceso en que la voluntad y la inteligencia se interactúen: el papel de la voluntad consiste en negarse a eludir el mal o a aceptar una solución irreal, mientras que el papel de la inteligencia consiste en comprenderlo, hallar un remedio, si es remediable, y, si no, hacerlo soportable viéndolo en sus relaciones, aceptándolo como inevitable y recordando lo que queda fuera de él en otras regiones, en otras edades, y en los abismos del espacio interestelar.

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