
Un joven encuentra la autobiografía de su padre recientemente fallecido (en la que ha confesado haber sido un policía torturador del régimen dictatorial) y no sabe si debe publicarla o no. Un cuento de Sebastian Ocampos, ilustrado por Charles Da Ponte.
A mi padre lo detuvieron, interrogaron y torturaron durante trece semanas para que confesara su traición al gobierno. Estuvo en juego su carrera, convicción y existencia. Fue el límite entre un antes y un después. Corrían los últimos años de los 80. El rumor del golpe de Estado tomaba fuerza en cada arista de los espacios de poder, sobre todo entre policías y militares. Mi padre, policía con dos décadas de servicio, así como otros detenidos, había sido trasladado a la Comisaría 1.ª. En su caso, al igual que el resto, bastó la mención de su nombre por parte de un pyragué para incluirlo en la lista de culpables. Según él, en la primera tarde y noche le preguntaron acerca de sus actividades. Recibió un trato especial porque era un policía interrogado por camaradas (algunos, amigos de él). Cuando se trataba de uno de ellos había cierto beneficio de duda. Pero el privilegio acababa en un día. A la noche siguiente cambiaron de cuestionario y él, por fin, supo cuál era el objetivo de esa estadía. Le preguntaron: ¿Por qué traiciona al gobierno encubriendo a su vecino?, ¿Qué hace ese señor en su domicilio?, ¿Con quiénes se reúne ahí? No sabía nada acerca de las preguntas repetidas hasta el cansancio y, por tanto, respondía con la verdad o el silencio, lo que sacaba de quicio a los interrogadores. Tras esa sesión de preguntas y respuestas, lo llevaron a rastras por un pasillo oscuro parecido a un túnel. Llegaron a un baño amplio, donde lo desvistieron, burlándose de sus partes íntimas. Lo metieron en una especie de tina que rebosaba agua pútrida. Mientras uno retenía sus piernas, otro lo zambullía, presionando su cabeza hasta el fondo. Él, con las manos atadas a la espalda, temblaba y se sentía desvanecer. Su vuelta a la realidad era lenta e intolerable. Cuando repitieron por tercera vez la escena del ahogamiento momentáneo y perpetuo, conociendo el proceso, él les rogó que lo mataran. Ellos, en cambio, le volvieron a decir que sólo debía delatar a su vecino. Mi padre, como policía del régimen, sabía que apenas aceptara la acusación falsa, irían a arrestarlo de inmediato y, seguramente, a desaparecerlo. Se negó a mandar al frente a alguien sólo para salvarse otro instante. Su silencio provocó más interrogatorios con torturas de todo tipo. Sobrevivió a la gota de agua cayéndole en el rostro, a las agujas incrustadas debajo de las uñas, al calabozo de dos por dos metros, sin baño, etc. Ante su resistencia inaudita, los policías recurrieron a la última medida del Manual. Tomaron a mi padre, desnudo, moribundo, miserable; lo arrastraron y pusieron de pie contra la pared, con las manos y los pies sujetos con piolas a los pilares de un salón en penumbra, y le dirigieron las puntas descubiertas de unos cables a la entrepierna. No aguantó. La vida casi se le fue en un grito visceral. Perdió el conocimiento. Su cuerpo macilento ya no podía resistir ese tipo de embates eléctricos. Al verlo semimuerto, los presentes creyeron que se habían pasado de la raya. Intentaron, en vano, hacerlo reaccionar. Lo llevaron al Hospital de Policía. Sabían que serían reprochados: tenían órdenes estrictas de no matarlo. A sus familiares y amigos se les había comunicado que estaba preso por una inconducta en su función de oficial. En el hospital logró recuperarse de a poco, aunque no del todo: había quedado estéril.
En esos meses, yo apenas tenía siete años. Mamá me había dicho que papá había viajado a otro país. Ella y su familia veían como deshonra que él, policía respetado en la sociedad, fuese encarcelado. Entonces prefirieron mentir sobre su paradero. Sólo cuando estuvo a punto de salir del hospital fuimos a verlo. En ningún momento se me explicó por qué estaba ahí. Simplemente me llevaron un rato para saludarlo. Mi relación con él, que de por sí no había sido estrecha, se enfrió por completo por su ausencia de meses. En esa visita, por ejemplo, ni siquiera recuerdo haberle preguntado de qué estaba recuperándose. Es muy probable que no lo haya hecho. Quizá solo le pasé la mano y aguardé callado y sentado en una esquina de la habitación que regresáramos a casa.
Al dársele de alta, la Policía lo consideró lisiado y, en vista a sus muchos años de servicio, lo jubiló, dejándolo sin más opciones que mantenerse en casa el día entero. Con casi nadie hablaba. Vivía ensimismado en su habitación o el estudio. Leía mucho. Yo no sabía sobre qué. No se me permitía entrar en esos espacios, similares a claustros. La biblioteca que cubría una pared del estudio era de su uso exclusivo. Él sólo me veía durante los almuerzos, en el comedor, cuando intercambiábamos comentarios acerca de mis estudios y quehaceres. Raras veces me acariciaba el hombro o la cabeza, despeinándome. Nunca hicimos un esfuerzo por tener una relación de padre e hijo, de conocimiento mutuo. En la casa, cada uno se dedicaba a sus cosas, con la excepción de mamá. Ella le preparaba la comida y le limpiaba la ropa, el cuarto y el estudio. Sobre todo, toleraba su presencia e indiferencia. Como ven, así de simples y rutinarios eran nuestros días en el hogar familiar.
Luego del golpe de Estado, para nuestra sorpresa recibió la visita de mucha gente: políticos, periodistas, intelectuales, artistas, activistas de derechos humanos, etc. Su historia fue publicada como la de un policía torturado por estar en desacuerdo con las medidas represoras del régimen dictatorial. Su nombre ganó cierto prestigio en la sociedad; en consecuencia, yo presté atención a las entrevistas. Él contaba una y otra vez las torturas padecidas, casi con las mismas palabras y los mismos gestos, hasta que se hartó de repetirlas, argumentando que su historia no se resumía en esos trágicos momentos. Entonces, volviéndose a encerrar en sí mismo, se puso a escribir su autobiografía.
Pasaron los años, lentos, casi iguales, y su labor de escritor continuaba, deshaciéndose al menos una vez cada tres meses de un cúmulo de hojas escritas y tachadas a ambos lados. Cuando sacaba la basura de papeles ya triturados, decía que había recordado algo nuevo y que debía reescribir todo, pero la verdad es que nunca había sido bueno escribiendo. Sólo importa lo que debes decir, no cómo lo dices, le había indicado en una ocasión uno de sus pocos amigos, desanimándolo por completo. Al final nos comunicó que no podía acabarlo, sin permitir a nadie la lectura de una palabra de lo escrito.
En fechas patrias recibía condecoraciones de distintas organizaciones, a cuyos actos jamás asistía. No mostraba interés en esos homenajes y se excusaba diciendo que otras personas merecían esos reconocimientos. Se le otorgó, además, un subsidio importante, así como a las demás víctimas de la dictadura. Al principio se negó a recibirlo, pero mi madre no dudó en pedirle, exigirle e incluso rogarle que lo aceptara. En esos días hubo discusiones que parecían insalvables sobre la necesidad de dinero que había en casa. Ella ubicó la balanza a su favor cuando le echó en cara que su jubilación era una miseria, una humillación para él y nuestra familia. Él, ante esa realidad innegable, esa lógica de hierro, revió muy a su pesar la posición de proveedor y le dijo que tenía razón.
Casi un par de años atrás, cuando lo encontramos en la cama con la mirada en la nada y una sonrisa sosegada, supimos que había aguardado ese instante. Enterada de su partida, muchas personas volvieron a homenajearlo y a felicitarnos por lo que él había hecho. Mamá, al parecer acongojada, las escuchaba atentamente, y yo en silencio y asintiendo, sin saber cómo sentirme, triste o agradecido.
Con su ausencia, debimos pensar qué hacer con sus cosas. Yo me interesé por la biblioteca, aunque mis gustos literarios no coincidían con los textos de historia y política que dominaban los estantes polvorientos. Hurgando en los cajones del escritorio encontré el manuscrito de su autobiografía. Lo miré de pasada y vi que en la última página decía «Fin». ¿Estaba terminada? La curiosidad se apoderó de mí. Me acomodé en su sillón. La tituló: Confieso. Es un Neruda minimalista, pensé. Nunca hubiera imaginado su dedicatoria: «A mi hijo, Enmanuel, quien sabrá qué hacer con mi verdad». Incrédulo, la volví a leer. Avancé. La primera línea: «Las torturas padecidas durante trece semanas consecutivas me dejaron complemente estéril, como hombre y como persona». Su reflexión sobre esos cambios radicales en su vida, a la par del relato de su infancia campesina, adolescencia citadina y juventud y adultez sumisas, llenaron las cientos de páginas hasta llegar al punto final.
Con la autobiografía en mano comprendí, palabra tras palabra, párrafo tras párrafo, hoja por hoja, a mi padre, lejano hasta entonces. Con su vida ante mis ojos desvendados, finalmente supe leer su silencio de años. Recordé la relación antes de que su existencia cambiara. Reviví los viajes al campo, las pescas sin pescados, los juegos diurnos, las lecturas nocturnas. Vi, asombrado y condolido, la conversión de un oficial orgulloso de la institución policial a un hombre estéril de lengua aprisionada.
Apenas llegué al final tuve la necesidad imperiosa de hablar con mamá. Debía verificar la historia. Ella primero se negó, pero cuando le leí algunos párrafos de la autobiografía, confesó y confirmó, a su manera, la verdad escrita. Y antes de que le cuestionara se puso a la defensiva, diciendo que no tenían opción, que no podían haber dicho que nunca habían sido opositores de la dictadura, que si lo decían seguramente lo hubieran enjuiciado, como a los otros policías, sus camaradas, quienes terminaron en la cárcel o el exilio. Él no traicionó al gobierno; ¡el gobierno lo traicionó a él!, me gritó. Él, de policía, pensaba que hacía lo correcto. Y si se le debía castigar por cumplir su trabajo, ya se le había castigado de más. Por eso era mejor olvidarnos y seguir adelante. Tu papá quería confesar todo, publicar su libro, pero yo le dije que eso solamente nos iba a perjudicar, que no debía pensar sólo en él, sino en vos y en mí, sobre todo en vos, ¿entendés? La escuché sin saber qué decir ni hacer al respecto. Y no lo supe durante cierto tiempo, pues sabía que, en cuanto se difundiera la verdad, ambos sufriríamos las consecuencias.
Luego de recibir toda la información heredada de golpe, me quedaba la cuestión de qué hacer con la autobiografía: ¿privarla de la luz pública o dejarla, por fin, confesarse? Decidí, como Edipo, cuya tragedia fue analizada una y otra vez por mi padre en su obra, afrontar la situación, solo, no dañándome los ojos, sino abriéndolos y aceptando la inevitable sombra arrastrada. Por esta razón, señoras, señores, aguardé que mi madre sobrepasara el límite de la vida y se uniera a su esposo, para convertir Confieso, tanto con sus errores como con sus horrores, en el libro ahora presentado y puesto a disposición de todos, sabiendo que sólo de esta manera el autor podría absolverse a sí mismo, aunque ni yo ni la historia tengamos la capacidad de hacerlo.
2012
¿Qué opinas?