
Para lavar el honor familiar, él fue a aguardar, en medio de la noche y el campo, al cuatrero que había emboscado y ultimado a su hermano…
A la memoria de mi tío Inocencio Riveros
El caballo frenó para sorber un poco de agua y aproveché la parada para orinar entre unos setos bajos. En el sobrepuesto llevaba los encargos. Después de mear, prendí un cigarrillo y lo fumé plácidamente, cavilando. Exhalando la primera pitada, vi el grupo de cruces orilleras que, no muy lejos, daban el nombre de Kurusú al paso del estero Piraguasú. Extraje mi 9 de entre los cojinillos y revisé qué cantidad de proyectiles había en el cargador, tras lo cual completé, agregándole unas balas más, la capacidad total del peine. En mi cintura, escondido en su vaina de cuero entre tres vueltas de mi faja misionera tricolor, mi puñal de lengua delgada, filoso como alarido de ánima, parecía querer opinar algo. Su cabo de metal destellaba como el cardenillo de entierro, herido por los tentáculos de la luna gorda. Capaz que ya es hora, pensé.
Monté al malako y me acerqué hasta el paso con un galopecito raudo. Desde allí, mi perspectiva se hizo más franca. En pantallazo, mi visión abarcó, por un lado, el puente de madera averiado, con sus remiendos de tablas ordinarias; el curso de agua refulgente rodeado por un pirizal que se poblaba de ojos amarillos brutales; y, por el otro, la empalizada de cruces que señalaba los muertos habidos en ese tenebroso lugar. Mi pensamiento se detuvo para interpelar cuidadosamente la arribada arenosa, flanqueada por el bosque alto, tupido, y sus grandes huellas, profundas como zanjas. Capaz que acá nomás se termine el pleito, volví a pensar.
Crucé el paso y subí la arribada. Hallé el lugar preciso, lo señé y seguí camino hasta el caserón familiar, distante apenas media legua. Llegando a casa, desensillé mi caballo y lo solté en la loma; dejé las alforjas con las encomiendas sobre el sobrado de la galería, las calchas, los correajes y mis botas en el ogaguy, y de allí nomás, cruzando el patio y la limpiada, cortando camino a campo traviesa, me fui a cerrar la vieja cuenta.
La luna iluminaba la senda, las lejanas islerías azules y los blancos bañados; alumbraba el campo overo con el espartillo recortado por las quemas recientes; iluminaba los lejanos bretes y también mi propósito de lavar el honor familiar matando a ese cuatrero dañino. La memoria de mi hermano requería el cobro por aquella emboscada en la que el infeliz lo había ultimado.
Ya pasando la casa de don Nicanor, costeé el estero y el montecito, evitando pisar en blando para no dejar huellas. Varias surgentes iban en bajada hacia el paso, me cuidé de no dejar rastros. Reconocí prontamente el lugar señalado. El dominio panorámico de esa leve estribación sobre el camino me había convencido. Me pertreché detrás de unas matas y fumé tranquilamente esperando la llegada del malnacido. Los yacarés en el paso, pendencieros, daban volteretas, peleando entre sí, disputándose la hembra o algún pedazo podrido de carne. Había llegado el momento. El monte me ocultaba, no había nada que temer.
A las 3 y 25 de la madrugada, lo vi aparecer cabeceando de sueño y ebriedad, sostenido por los estribos y la baquía de su vieja mula. Me acuclillé y le apunté al pecho, pero al cruzar el puente, un rayo de esa luna me hincó los ojos. Titubeé. Cosas que pasan cuando no se tiene la sangre fría. Me moví un poco, con cautela, para obtener mejor blanco y para que su animal me lo acercara. Borba se ladeaba de un lado a otro, simulando —supe después— estar más borracho de lo que estaba. Mas sin entender la razón, pienso que quizás estuviera alertado, al cruzar el puente, arrancó su treinta y prorrumpió en un grito desafiante, pechando con su mula hacia donde yo me encontraba, disparando.
Ejú ko’ápe, Bernabé Galeano. ¡Arriero py’aju!, gritó, confundiéndome con un vecino. No podía creer que me había pillado. «¡Oiméne oreko yryvu tĩngue ko arruinado!», pensé en el momento. Así pues, al intentar correrme, revelé mi posición. Di un salto hacia la espesura del monte y él iluminó mi senda a tiros. Un balazo me pasó tan cerca que me llenó de hojas y corteza de árbol, la cara. Cubriéndome la huida, disparé dos balazos; asustado por su cercanía, trastabillé y caí al piso; quedé tirado de frente a su montado, protegido tan solo por la suerte endrina. Me corrí hacia un lado y ahí nos disparamos a mansalva, pero sin hacer puntería. De pronto, el último disparo de mi pistola sonó distinto, hueco, como si hubiera perforado el barro espeso de un fangal, y entonces escuché la voz llorosa de ese hombre enorme reclamando auxilio.
Socorro, mamita, me hirieron… Chejapi ko infelí…
La mula enfiló inmediatamente hacia el camino y lo llevó hasta el cruce. En el boliche de tablas, lleno de sangre y de miedo, pidiendo por su madre, Juan Borba dejó de respirar. Al revisarlo, los carroñeros encontraron el dinero de la venta de tropa, hecha en Cerrito por la tarde, y en cercanías del bolsillo de su camisa, el hueco de la herida mortal. Se le sustrajo también el anillo carretón que luego inculpó a un miserable en una causa por asesinato.
Yendo paralelamente por el monte, corté campo para no cruzarme con nadie. Cuando el miedo pudo más, dejé de seguirlo. Me interné en el Piraguasú como una vaca de estero hasta que, cansado y con la certeza de andar dando vueltas en círculo, paré en un albardón, me senté debajo de un kurupikay enclenque y me largué a reír como un desquiciado. Nada me molestaba, sólo mi exasperada alegría. Me quise parar y no pude, una puntada seca me aguijoneaba debajo de la axila. Hurgué ese dolor hecho risa y hallé en mi camisa, crecido, un cedazo de la noche acribillada.
¿Qué opinas?