
La periodista sueca Ida Backmann vino al Paraguay en 1908 y presenció, entre otros sucesos, el violento golpe de Estado de 1908 y lo narró en Días sangrientos en el Paraguay (Suecia, 1910), editado en castellano en 2021 por Miguel Ángel Gauto. Compartimos los capítulos dedicados al golpe.
CAPÍTULO DOCE
En el Cuartel Central de Policía
El oficial de policía me invita a visitar el cuartel de bomberos.
Un finlandés, cuyo nombre es conocido en toda Europa, esbozó una sonrisa ambigua que inmediatamente despertó gran curiosidad.
«Esto me lo han dicho tiempo atrás», le dije, «pero en este momento usted está simplemente confundido. Estoy convencida de que usted ha aludido a un embrollo político y le estaría muy agradecida si tratara aclarármelo.»
«Ciertamente», fue su respuesta, «pero la culpa será suya si mi relato le resultara aburrido y poco interesante».
«A causa de la demencial guerra, Paraguay perdió la mayor parte de su territorio y, consiguientemente, también su importancia, excepto en el ámbito estratégico. Su ubicación geográfica le da una gran importancia en una posible guerra entre Argentina y Brasil. Por lo tanto, una política sensata debería tratar de mantener la amistad con estas dos potencias, una política que varios de los estadistas paraguayos se han esforzado por seguir, a pesar de la intriga y la oposición, no solo de una, sino de ambas partes. El Partido Colorado, surgido en la década de 1870, es el partido político más antiguo del Paraguay. El alma de esta corriente y también de toda la política paraguaya durante los siguientes 30 años fueron los dos viejos caudillos gauchos, los generales Caballero y Escobar, discípulos y seguidores de López. Todos los gobiernos bailaron bajo su batuta. Éstos elegían presidentes, ministros y funcionarios del gobierno y ⸺haciendo uso de toda suerte de medios a su alcance⸺ intentaron mantener al Paraguay en una alianza autocrática, es decir, en la práctica, en una monarquía en beneficio de una claque familiar privada. Ellos y sus partidarios se autodenominaron Partido Conservador o Colorado. Esta designación de color en un partido conservador causa fácilmente una confusión de conceptos entre nosotros los escandinavos», agregó, «pero esta percepción se vuelve más comprensible si entendemos que el mismo alude a la sangre del soldado, sobre cuya figura fue fundado este poder».
Los liberales o azules, cuyo partido fuera fundado en la década de 1880, afirmaron su poder con apoyo de la corte política dominante. La política, tal como se la concibe aquí está más orientada a priorizar a las personas y se diferencia considerablemente de la perspectiva europea, que prioriza los programas políticos.
Los Colorados, o rojos, como ya los habíamos mencionado, tuvieron el timón en las manos durante las tres décadas posteriores a la revolución [Guerra Grande], en tanto que los azules estuvieron desde 1880 todavía en la oposición.
Hace unos diez años, un general Urquiza[1] fundó un nuevo partido llamado Cívico, con la esperanza de unir a todos los azules e integrar a algunos rojos. Esta iniciativa tuvo un éxito inicial, pero finalmente un sector de los azules, bajo la denominación de Radicales se rebeló con el apoyo de otros azules y colorados.
En 1904 todos los liberales, magistralmente conducidos por el general Ferreira ⸺que había estado anteriormente desterrado en la Argentina por el Partido Colorado⸺ llevaron adelante una exitosa revolución.
El primer presidente democrático del Paraguay fue Bautista Gaona, uno de los hombres más honorables que alguna vez tuvo en sus manos el Poder Ejecutivo de un país. Renunció unos años después y el general Ferreira fue elegido presidente de la República. Ferreira es un civil dinámico que, prescindiendo de todas las promesas hechas a sus partidarios, los azules, durante las operaciones militares, trabajó duro para consolidar su propio sector. El resultado ha conducido a nueva escisión entre los liberales de manera tal que una vez más el país parece estar dividido en tres partidos: Cívicos, Radicales (es decir, nuevos azules) y Colorados.
El partido de gobierno o sus adherentes civiles son muy pocos y se apoyan básicamente en las fuerzas policiales y militares.
El jefe de policía García ha reorganizado la policía en un regimiento listo para la acción e incluso a los llamados bomberos en una división claramente independiente. Todos estos bomberos saben muy bien cómo apuntar sus fusiles, pero tienen poca idea del uso de las viejas armas de fuego oxidadas, que están formalmente depositadas en sus barracones.
A la cabeza de los diversos batallones, el gobierno ha colocado a personas absolutamente obedientes y confía en que la influencia de los mismos sobre los otros oficiales sea decisiva en caso de confrontación con grupos rebeldes.
El jefe de policía García es, como seguramente ha de haber podido notarse, no solo un hombre poderoso, sino también muy inteligente. Tanto él como todo el Paraguay saben que los Colorados, con el sutil apoyo brasileño, operan para derrocar al gobierno argentinista de este país. Como respuesta, García decidió pasa todas las noches en el Departamento Central de Policía en estado de alerta permanente ante la primera señal de sedición.
«¿Cree usted que nos enfrentamos a una inminente revolución?», le pregunté.
«Es imposible predecirlo. Hemos tenido situaciones mucho más inquietantes, sin que se hubiera producido perturbación alguna.»
«¿No le dijo a usted Enrique López que un barco de guerra brasileño había zarpado de Río hace tres semanas para contrarrestar una posible revolución? Él escuchó esa versión cuando alguien me la dio a mí», le respondí, «pero se habría tratado solamente de una mera especulación, como muchas otras que se oyen por aquí».
El finlandés fue a trabajar y yo fui a mi hotel.
A la hora señalada, fui recogida para la visita a los bomberos que estaban alojados en el cuartel de la policía. Este edificio mandado a construir por Solano López se distinguía como todos los erigidos por éste, por el hermoso estilo que imita las características de una silla de montar. Pasé por algunos aposentos encantadores con alfombras delicadas, hermosos tapices pintados y cortinas. Luego de haber tomado una taza de té en la sala de recepción del jefe, veríamos el ejercicio de los bomberos.
Cuando llegamos, sonó una estruendosa percusión de tambores. Luego fue ejecutada una marcha militar en tanto que cientos de ojos curiosos se dirigieron hacia mí.
El recuerdo de Anderson, un residente del puerto de Kristine, cuyo nombre sonaba en el sur de Asia como el de Dios, me ayudó a sobrellevar la embarazosa situación de asombro y vergüenza que me invadió en tal circunstancia.
Con la supervisión indicada, escuché los marciales acordes y luego, en mi precario español, expresé mi complacencia por la interpretación musical. El director de la banda de música me retribuyó su beneplácito por mis elogiosas palabras sobre la interpretación musical haciéndome el honor de mandar ejecutar algunos himnos nacionales europeos.
«¡Cómo suena!», le susurré a un inglés que se hallaba sentado a mi lado. «Espero por Dios que sobre mi rostro descanse la marca de reconocimiento y del afecto nacional.»
«Invocaré al cielo en su ayuda», me replicó también en un susurro.
La emoción experimentada por la música subió de intensidad al punto tal de abrumarme totalmente al escuchar los sones de La Marsellesa.
«Pienso que fue una cortesía increíble para ustedes, amantes de las revoluciones», comentó el inglés riendo.
Al finalizar la interpretación musical, visitamos los diferentes alojamientos, almacenes, etc., observamos los locales escolares y de enseñanza, de los cuales, obviamente, había que excluir los dos petardos oxidados intercambiados como señal de cortesía antes de retirarnos. Al despedirme, apenas pude imaginarme que dos días después volvería a visitar este regimiento.
CAPÍTULO TRECE
Estalla la revolución
Uno de los miembros del cuerpo diplomático, profundamente versado en todo lo concerniente al Paraguay, dijo que para conocer mejor al Paraguay, país al que uno nunca puede dejar de olvidar, sería recomendable participar en una cacería de tigres. Para ello, un amigo y compatriota que vivía con su esposa en un bosque lejano, se encargaría organizar el correspondiente operativo de caza. Estando allí notamos que ellos ya nos estaban esperando, que habían escuchado el rugido de los tigres en los pantanos y, con ello, estimulados a emprender cuanto antes el operativo de caza.
Nuestra felicidad se completó cuando supimos que algunos conocidos nuestros habían puesto a disposición nuestra los perros más diestros en orden a llevar adelante lo más importante que era la caza del tigre.
Compromisos imprevistos, sin embargo, obligaron al diplomático a posponer por una semana el viaje de caza, tiempo que yo decidí aprovechar para viajar río arriba al Alto Paraguay.
Consiguientemente encargué el boleto, preparé el equipaje necesario y la noche antes de la salida me hospedé con algunos otros suecos en Elisa, una colonia escandinava dedicada principalmente al cultivo de frutas, ubicada en el puerto de San Antonio, a pocos kilómetros al sur de la Asunción.
Yo había tenido que posponer mi visita a estos colonos suecos, pero ahora, con prisa y con personas que conocían el camino y dispuestas a acompañarme, ya no había obstáculo alguno para emprender este viaje.
Mi reputación de ver revoluciones, como ya se señaló, me había precedido y había provocado muchas bromas en el Paraguay.
«¿Puedo contar con que usted no generará ninguna revolución antes de que yo parta?», le pregunté sonriendo a uno de los ministros en mi visita de despedida al presidente.
«En las circunstancias actuales, no hay absolutamente manera alguna de organizarla», me respondió. «Viaje en paz y disfrute de todo lo que vea. Tenemos que desilusionarla en el amplio sentido de la palabra, dado que, en cuanto al estallido de revoluciones, ni siquiera los indios salvajes del Chaco podrán satisfacerla.»
Pasé una velada agradable con mis compatriotas y tuve que abandonar Colonia Elisa a las cuatro de la mañana del día siguiente para programar mi salida en barco desde la Asunción.
Reinaba una obscuridad absoluta, cuando mi anfitrión, el señor Carlstein, me subió a la grupa de su caballo. Apenas me había sentado sobre la silla de montar cuando escuché un ruido ensordecedor que mis compañeros y yo supusimos que habrían sido causado por truenos.
A las repetidas advertencias de mi anfitrión en cuanto que yo debía permanecer en el lugar para no exponerme a las inclemencias del tiempo, respondí que nada podría obstaculizarme en llevar a cabo mis planes, por lo que se encargó el boleto y se enviaron telegramas a varios lugares de la costa del río.
«No es raro que en este país haya cambios», objetó mi anfitrión. «Nadie espera un acuerdo tan cuidadoso.»
«Recuerde usted, sin embargo, que aún no me he aclimatado», le respondí al despedirme de él.
El Sr. Carlstein le había encargado acompañarme a la Asunción a un escandinavo que había llegado a Suramérica dejando atrás una vida aventurera y que había aparecido en la colonia huyendo ⸺como lo supimos por los periódicos⸺ de sus acreedores engañados en el Brasil.
Atravesamos los suburbios y me sentí segura mientras mi compañero tenía encendida su linterna. Por alguna razón, la dejó lejos de nosotros en algún lugar del camino, su cigarro encendido y su caballo blanco fueron las únicas señales que me mostraban en qué dirección iba mi conductor.
De vez en cuando se repetía el estruendo sin que ⸺para nuestro asombro⸺ pudiéramos percibir rayo alguno.
Al escuchar el estrépito sentí mucho miedo ante la inminente tormenta y consiguiente lluvia. Sin duda me empaparía y no tenía ropa para cambiarme hasta haberme metido en mi cabina en la embarcación.
Como ahora ya casi podíamos distinguir el camino marchamos con mayor celeridad. Luego de haber andado otra milla, encontramos a un hombre que se dirigió a nosotros en tono vehemente:
«Si vais a la ciudad os aconsejo volver cuanto antes ya que la revolución está en su apogeo.»
«¡Para nada, no se lo creas!», fue mi comentario.
Al despuntar el alba mi caballo avanzó con dificultad y para mí fue un placer sentirme a pocas millas de la ciudad.
«No puede ser verdad», le dije a mi compañero, quien inmediatamente apresuró la marcha. «En unas pocas semanas tal vez tengamos revolución, pero hoy no», fue mi apreciación.
Tras lo cual reanudamos nuestra marcha.
Unos minutos después nos encontramos con un grupo de guardias, que nos gritaron: «Es imposible entrar a la ciudad, están disparando sobre la Plaza Urquiza.[2] Ustedes tienen que volver!», nos advirtieron.
Mi compañero no parecía dispuesto a desoír la advertencia. Y a continuación expresó: «Indudablemente están diciendo la verdad, pues lo que nosotros tomamos por truenos son, en realidad, cañonazos».
Como todavía dudaba de la certeza de sus afirmaciones partí al galope para ver con mis propios ojos la verosimilitud de sus dichos.
En una esquina del camino encontré a todos los burros que pertenecían a mi anfitrión de la Colonia Elisa cargados con canastas de frutas. Su conductor dijo que había intentado infructuosamente entrar en la ciudad y me instó a regresar con él a la colonia.
«Lo mejor será regresar cuanto antes», dijo mi compañero que acababa de llegar. «Todavía no hemos podido llegar al campo de batalla, ya que, como lo ha oído, el ejército ha bloqueado el camino y es imposible y sin sentido discutir con esta gente.»
La sospecha de que podría estar cometiendo graves errores de cálculo y la estimación de los daños que de ello pudieran derivarse bulleron en mi interior. Todo este razonamiento surgía especialmente considerando que hasta el momento siempre había llegado a los lugares de los acontecimientos cuando las respectivas revoluciones ya habían concluido.
¿Qué habrías pensado de mí si hubieras estado en casa? ¡Por supuesto, que no debía arriesgarme! Fue mi reflexión.
El cañoneo, los estrépitos de los disparos de fusiles, acompañado por el chasquido de los látigos de los jinetes, fueron en incremento.
Mi caballo tomó con rapidez el corto tramo restante de la carretera que pronto me condujo al interior de la ciudad.
La gente se había reunido en grupos en puertas y portones, pero no se aventuraba a salir a la calle. Todos ellos observaban con atención el desplazamiento de las personas.
En ninguna parte percibí entusiasmo alguno y, sí, por el contrario, una creciente simpatía por la causa revolucionaria. Mis frecuentes recorridos por la ciudad me habían hecho muy conocida entre la mayoría de la gente, de modo que no me sorprendió que muchas personas me aconsejaran amablemente abandonar la ciudad. A ellos les parecía imposible que yo pudiera llegar hasta el lugar donde se hallaba mi hotel.
Mi compañero, siempre cerca de mí, volvió a instarme a evitar arriesgar la vida de nadie incluyendo la de mi caballo. Yo todavía me aferraba a mis propios planes y le respondí que el costo de los caballos yo mismo los había cubierto y que no pensaba volver a menos que los caminos hubieran sido bloqueados por los revolucionarios.
No pasó mucho tiempo antes de que esto hubiera ocurrido, así que cuando noté que mi acompañante había percibido nuestra situación, le dije, tan amablemente como pude: «Lo mejor sería que usted vaya de vuelta a la colonia.»
Cabalgué por algunas calles secundarias para llegar sin mayores sobresaltos hasta la Legación inglesa, donde esperaba obtener informaciones sobre los actuales acontecimientos y, si fuera necesario, pedir protección.
«Nadie querrá hacerme daño así que iré igualmente segura sin su compañía.»
«No puedo dejarle pues tengo que ir y cuidar del caballo», respondió en voz baja. «He tomado esta responsabilidad frente al señor Carlstein.»
No le di respuesta alguna mientras él permanecía parado cerca de mí.
Al menos una docena de veces los soldados nos apuntaron con sus fusiles, pero como muchas veces en Rusia, mi falta de conocimiento del idioma también me salvó aquí.
Cuando me preguntaron qué estaba buscando, les respondí: «Legación inglesa». Y cuando me pidieron que me diera media vuelta, les respondí humildemente: «Sí, sí».
Después de deambular por muchas esquinas llegué finalmente al Cosmos, en cuyo balcón se habían reunido algunos huéspedes del hotel. Unos sonoros vítores me saludaron al llegar. Muchos huéspedes me preguntaron, luego, si había pensado en atravesar las líneas de los revolucionarios y forzar mi ingreso al hotel antes de que cayera la noche o en ponerme a salvo fuera de la ciudad.
Así que salté de la silla y dejé el caballo a mi compañero, quien ahora, felizmente, pudo cabalgar hasta el lugar que el Sr. Carlstein le había indicado. Entre los que me esperaban fuera del Cosmos, también estaba el señor S., mi amigo finlandés.
«¿Tiene usted miedo de las balas ⸺le pregunté⸺ o se atreve a seguirme a la Legación inglesa? Porque no estoy totalmente segura de cuál sería el camino más cercano.»
«Probablemente podemos tratar de ir allí», respondió, «pero la casualidad quiere que ella se halle precisamente sobre la calle donde el tiroteo es más intenso».
En ese momento se escuchó el estruendo de una bala de cañón que se estrelló contra la pared de una casa a cierta distancia nuestra.
Caminamos a toda prisa con el Sr. S. y, sin habernos dado cuenta, habíamos entrado en el vestíbulo del hotel.
«¿Qué pensó usted sobre el camino a la Legación inglesa?», le pregunté.
«Estoy feliz de seguirle si todavía está usted decidida a ir», me respondió. Y como ése era mi deseo, caminamos en silencio por las calles.
De vez en cuando fuimos detenidos por efectivos militares, aunque sin sufrir daño alguno, en tanto que las balas pasaban al lado de nosotros sin causarnos sin ningún daño.
En una intersección de las calles nos encontramos con el legado inglés. Él habría estado tan poco enterado como los demás sobre los motivos de la revuelta. En ese marco de confusión generalizada se habían tejido numerosas conjeturas, entre las que se barajaba, por ejemplo, que García, para llegar al poder, habría gestado la rebelión contra Ferreira, su viejo hermano de armas; otra era, con el mismo incierto contenido de verosimilitud, que los colorados hubieran decidido adelantar un golpe de Estado tramado para más adelante.
El Sr. S. ⸺tal como lo manifestó el legado⸺ me llevaría de inmediato al hotel y, en unas pocas horas, él mismo iría allí en caso de que se hubiesen generado incertidumbres sobre mí.
En el hotel se sirvió el desayuno.
Las porciones y el número de platos se redujeron significativamente, lo que permitía deducir que había un implícito preparativo para soportar un largo asedio.
El legado francés, que con su familia también se hospedaba en el Hotel Cosmos, con su habitual caballerosidad, nos invitó a sentarnos a su mesa. Él tampoco sabía nada más que el legado inglés, pero también creía que el audaz García habría sido el jefe de la revolución.
Para proteger el hotel, el legado francés ordenó izar en él la bandera francesa.
Mientras todavía estábamos sentados a la mesa (el legado francés había sido llamado a su oficina por razones de servicio), vimos acercarse a un jinete revolucionario. En realidad, supusimos que el mismo pertenecía al sector rebelde por su actitud, ademanes y porte victorioso.
El Sr. S. me sugirió entonces apresurarnos a ir junto a él. Me parece necesario subrayar aquí que en mi carácter de periodista ya no necesitaba ocultar en qué dirección iba dirigido nuestro deseo del éxito de las acciones. La joven esposa del ministro, una danesa, reaccionó al instante y nos siguió.
Nos las arreglamos para abrirnos paso entre la multitud y pudimos formular algunas preguntas al jinete. Éste me miró fanáticamente y con todos los músculos de su rostro temblando de emoción me respondió: «¡Por fin los chupasangres recibirán su merecido!», expresó. «Han pisoteado la ley y la justicia y nunca sacrificaron pensamiento alguno por el bien de la patria! ¡Esta es la hora de la venganza, la hora del ajuste sangriento de cuentas! ¡Abajo esta banda de ladrones y malhechores! ¡Muerte a todos los opresores!»
Y partió galopando raudamente.
«Bueno, sí», balbuceé dirigiéndome hacia el Sr. S. «¿Quién está contra quién y a qué sector pueden atribuirse a esas palabras?»
«¡Quien sabe!», dijo lentamente. «Podría aplicarse a todos los participantes.»
Nos echamos a reír.
En ese momento, un regimiento de jinetes descalzos avanzó precipitadamente.
Los estampidos de los fusiles que apuntaban a la multitud provocaron gritos de horror que vibraban en el aire y yo, a una velocidad muy superior a la habitual en mí, corrí por la calle y en breve alcancé las escaleras del hotel. Cuando pudimos entrar allí, los presentes nos expresaron sus sinceras felicitaciones por nuestra rápida huida.
«Por lo demás, el arte de escapar no es muy complicado en el curso de la presente guerra», quise decir, buscando aliento, «pero casi ninguno de los desafíos proporciona mayores beneficios».
Algunos conocidos comunes del Sr. S. y de mí llegaron al hotel trayendo los detalles más extraños sobre el estallido y las probables causas de la revolución.
El coche de la ambulancia pasaba a menudo y podía verse cómo la sangre se escurría entre sus fisuras.
Era insoportable para mí estar sentada en el interior del edificio esperando al legado inglés, especialmente, porque era consciente de que ni mi salud ni mi vida estaban a salvo en el lugar en el que me encontraba.
Una bala de fusil tras otra impactaron contra las paredes, las ventanas y los balcones del hotel, causando gran consternación entre los huéspedes.
Acompañado por el Sr. S. y mi compañero de la Colonia Elisa, bajé primero al puerto, en cuya cercanía se hallaban buques de guerra argentinos, de uno de los cuales, el llamado Los Andes, poco después, recibí algunos valiosos objetos. Este había jugado un papel muy importante en la revolución en 1904 y había permanecido allí desde entonces.
Nosotros aguardamos con preocupación conocer qué actitud tomaría la población ante la revolución que se estaba escenificando en ese momento así como si detrás de la misma pudieran hallarse los Colorados, en cuyo caso el Brasil podría también intervenir a favor del gobierno. En caso contrario el Brasil ignoraría el evento, con el riesgo siempre presente de que pudiera desatarse una gran guerra en Suramérica. Esta eventualidad generó en mí una sensación de opresiva angustia.
Rememoré en ese momento, como en un destello, la solemne, casi impresionante serenidad que se había apoderado de mí cuando escuché en Sudáfrica la declaración de guerra del presidente Krüger. Allí, todos sabían cuál era el objetivo de la lucha; aquí, en cambio, a lo sumo, lo conocía mayoría de los oficiales.
Algunos de los que nos visitaron nos dijeron que el presidente Ferreira se había trasladado del palacio al barco Los Andes, pero yo le concedí poco crédito a esas palabras, dado que el presidente me parecía muy prudente y valiente.
Dos oficiales argentinos del buque de guerra Los Andes subieron raudamente al barco a vapor que hoy tendría que haberme transportado. Todo hacía suponer que éstos habían recogido informaciones de relevancia en tierra y ahora las enviaban por vía telegráfica a su jefe. De haber podido interpretar los gestos de los dos oficiales argentinos ⸺lo que lamentablemente no nos fue posible⸺ habríamos podido conocer qué actitud tomaría la Argentina con respecto a los contendientes en el Paraguay.
Las balas zumbaban en rededor de nosotros, pero extrañamente nunca se me ocurrió que alguna de ellas pudiera impactarme.
Desde el sitio donde estábamos parados, podríamos decir que el Cuartel de Policía había dejado de ser el objetivo del bombardeo y que éste se concentraba ahora en el edificio del Teatro [Municipal]. Cerca de nosotros se habían instalado algunos cañones desde los cuales tenía que abrirse un nutrido fuego.
También especulamos si habría sido García el caído en la contienda y si no sería el presidente de la República quien habría podido escapar del Palacio de gobierno y hallado refugio en el edificio del Teatro.
La mampostería y las piedras humeaban a su alrededor cuando de pronto se hizo imposible discernir en lo más mínimo lo que estaba sucediendo allí.
Algunos aturdidos jinetes descalzos contaron a voz en cuello que el edificio del Cuartel de Policía había sido destruido y que García estaba combatiendo contra fuerzas enemigas para buscar refugio en el Teatro. Llegar hasta el núcleo de la batalla era un emprendimiento imposible.
Los atacantes estaban en el alero de un tejado y todas las calles que conducían a ella estaban bloqueadas con cañones.
Yo manifesté: «Dada las características sinuosas de la geografía asuncena, sería posible hallar un lugar adecuado para observar el escenario de la batalla.»
«Sí», dijo uno de los transeúntes, «esto será posible seguramente desde la iglesia inconclusa situada en la cresta de la calle Convención».[3]
Nosotros también nos encaminamos sin demora hasta allí. Las calles por las que transitamos estaban casi vacías.
De vez en cuando, alguno que otro hombre benevolente asomaba su cabeza para advertir a los gritos: «¡Ese camino es muy peligroso para ustedes, señorita! ¡Cuidado, señorita, ese camino es muy peligroso!»
Mientras caminábamos por algunos barrios bastante protegidos y cruzábamos por una intersección de calles cercanas a mi hotel, por las que anteriormente habían transitado, los escandinavos, el Sr. S. y yo nos detuvimos para recoger informaciones sobre el camino.
De repente vi que el escandinavo inclinaba la cabeza mientras yo escuchaba un agudo gemido y contemplaba cómo una bala impactaba en el suelo frente a nosotros. Desde todas las direcciones llovían advertencias; no sé cómo pude reprimir el llanto e instintivamente me puse el abrigo sobre la cabeza y volé como el viento a través de ese peligroso paso.
Cuando nuevamente me atreví a mirar hacia arriba, me encontré con el rostro sonriente del Sr. S. «Tu corrida bajo la lluvia fue un cuadro inolvidable», me dijo riendo. «¿Qué protección creía usted realmente que la solapa del manto podría darle?»
Yo suspiré. «Ya me había imaginado que usted utilizaría este hecho para burlarse de mí.»
En realidad me había autoengañado en espera de que algo pudiera ocurrir que cambiara el orden de los acontecimientos.
Tampoco pasaron muchos minutos hasta que escuchamos un grito aún más desagradable. Provenía de un joven de quince años que sostenía una botella rota manchada con sangre en la mano. El joven nos comentó entre sollozos desconsolados que una de las malditas balas perdidas había hecho añicos la botella de caña que él había adquirido por encargo de su patrón. La caña es una especie de brandy hecho de caña de azúcar. Con su mano libre el pobre joven nos señalaba el charco que se había formado en el suelo.
Contuve un reflejo de risa que me había inspirado su mueca, temiendo que se me atribuyera un acto de histeria.
«Esa bala sabía lo que él estaba tomando», declaró el Sr. S. «Ahora el pobre hombre está perdiendo de vista la borrachera con la que pensó que podría haber superado su miedo a la muerte».
El pobre muchacho lloraba sin cesar y no parecía estar especialmente acongojado por su mano destrozada sino más bien oprimido por el temor de volver a su casa sin llevar el aguardiente que tenía encargado adquirir. Le dimos algún dinero para comprar un nuevo antídoto, lo que al menos pareció haberlo consolado momentáneamente.
Finalmente alcanzamos nuestra meta, la iglesia, cuyo acceso nos resultó bastante difícil por estar ella ocupada por numerosas personas, incluyendo a guardias.
Al final, sin embargo, entre escaleras y andamios, nos las arreglamos, finalmente, para subir a la torre de una manera muy aventurera. Ahí nos encontramos con muchos otros espectadores, cuyos ojos asombrados se dirigieron hacia mí.
«Esta señora es una escritora sueca», dijo el Sr. S. «La valentía de los paraguayos ha despertado admiración general y ella ha venido aquí para presenciar la batalla.»
Inmediatamente me dieron un lugar libre y también trataron de darme algún tipo de explicación sobre el curso de la batalla.
«¡No, escritora, mire aquí!», me gritaron. «Usted ha colocado los binoculares demasiado a la izquierda. Eso es, así está bien. ¡Fíjese en esos valientes bomberos!»
«¿Cuáles?», le pregunté.
«Son aquellos que, lentamente y con la punta del fusil dirigida contra el enemigo, retroceden hacia el Teatro.»
A continuación, se suscitó el siguiente diálogo:
⸺¡Dios y todos los santos los protejan!
⸺¡Qué maniobra impecable realizan!
⸺¡Caramba, ahora cayeron dos!
⸺¿Podría el enemigo ser capaz de penetrar por la brecha que ha surgido? Alabados sean los santos, ella ya está cubierta.
—¡Que vivan los bomberos!
Bajé los binoculares.
«¿Sabes por qué la batalla se está moviendo?», pregunté. «Para nada», me respondí a mí misma. «Está claro que García está luchando contra alguien, pero no está nada claro ni nadie sabe con certeza si él mismo encabeza algún movimiento sedicioso o si alguien más se está rebelando o si es otro el grupo que se está sublevando contra él. Él es tenaz, aguerrido y un luchador extraordinario.»
«Ahí está García, ¡ahora venga! Mire aquí, ¡rápido!»
Lo intenté, pero me fue imposible discernir a quién o a quiénes se referían estos comentarios.
«Tiene una pistola en cada mano», me informaron. «Pelea como un león, apenas puede dar unos pocos pasos, ¿podrá repeler los ataques? ¿Lo empujan con violencia? No, no puedo soportar ver cómo lo someten, ¿dónde está su gente?»
⸺¡Finalmente se ha soltado!
⸺Ahora sus hombres se lanzan entre él y el enemigo.
⸺¡Observe el movimiento del fusil!
⸺¡Cómo cae!
⸺Parece haber llegado al Teatro
⸺¡Gracias a Dios, como la heroica abeja!
Ocasionalmente algunas balas hicieron impacto cerca de nosotros y eso indujo a mis compañeros a buscar, con conmovedora atención, un lugar seguro para mí.
Mientras nos hallábamos sumergidos en conjeturas sobre cuál sería la siguiente fase de la batalla, salvas de cañonazos bien dirigidos estremecieron el Palacio de gobierno.
Se sucedieron una pregunta tras otra: «¿Dónde está el legado inglés?», «¿Dónde está el presidente?» «¿Dónde, sí, dónde está Enrique López?» «¿Podría estar su mano oculta detrás de los actuales acontecimientos?»
Traté de recordar lo que había dicho en nuestra última reunión, pero me fue imposible, dado el estado de aturdimiento en que me hallaba sumida. Toda la secuela de una noche con los suecos en Colonia Elisa, más la fatiga del largo viaje posterior, así como la turbulencia del presente día, parecieron haber ceñido sus garras sobre mí.
Tambaleándome y casi a rastras llegué hasta un banco sin prestar atención al griterío que me advertía que me hallaba en el circuito del tiroteo más intenso. En ese momento me invadió la dominante necesidad de descansar a cualquier precio. Casi al instante, me quedé profundamente dormida sin llegar a soñar nada.
Me desperté bruscamente a causa de un cañonazo que retumbó como un trueno e hizo temblar el edificio de la iglesia.
En medio del sueño escuché disparos detrás de mí; desde la escalera ubicada en la parte inferior a mi piso percibí pasos ruidosos y gritos, acompañados de matraqueos en las escaleras.
El Sr. S. tomó mi abrigo y me lo quiso poner.
«Tenemos que apresurarnos a salir de aquí», me advirtió gravemente. «La caballería de Paraguarí está en marcha y pasará en unos diez minutos por la bocacalle. Los revolucionarios han usado la iglesia para disparar contra esta columna de caballería en orden a evitar que la misma se una con las tropas de García. Todos los tejados están ocupados por tiradores. Si te levantas, podrás tú misma ver las suelas de sus zapatos. No tenemos un solo segundo que perder».
«Déjame dormir», le respondí, «eso es lo único que quiero y lo hago tan bien aquí como en el hotel»..
«No, no. Eso no es posible», dijo con entusiasmo, «si nos demoramos ya no podremos salir. Estamos encerrados.»
«Mejor aún, así tendré material escrito para el periódico», le manifesté con satisfacción.
«Seremos arrestados y encarcelados sin consideración.»
«Para mí sería más honorable estar en el periódico», le respondí sonriendo.
«Es posible, además, que no tengamos comida durante varios días», dijo.
«¿Recuerda usted el desayuno en el hotel esta mañana?», le pregunté irritada.
«¿Quieres decir que es el menú lo que le atrae a uno al Cosmos? ¡Gracias a Dios estuvimos allí!», comentó en tono de broma. «¡La cárcel está aún más llena de alimañas.»
Sus palabras me trajeron terribles recuerdos y surtieron el efecto deseado. Me levanté con la rapidez de un rayo.
«¡Escapémonos!», expresé solemnemente.
Como para llegar desde la iglesia a la calle era necesario pasar primero por el interior de la misma, pedimos permiso para cruzar a través de un balcón. Y desde este sitio nos apuntaban con sus fusiles alrededor de una docena de francotiradores.
Yo estaba todavía despierta y asustada por los rebeldes a quienes notaba extremadamente exasperados por los sucesos presentes y que nos amenazaban con someternos a prisión.
De mis acompañantes, probablemente no caracterizados por sus buenas maneras, apenas conservo algún recuerdo, fuera de las vehementes advertencias que estos me hicieran respecto a los peligros del tiroteo ⸺así como el Sr. S. ⸺ y que yo, en un estado de incontrolado arrebato, pasé por alto.
«¡Qué valientes!», dijeron los soldados riéndose cuando pasamos.
«Esto es realmente así, sin exagerar», dijo el Sr. S., quien me empujó bruscamente contra la pared de una casa, antes de que yo pudiera atisbar una respuesta.
Un loco que habría tenido por primera vez un fusil en la mano se detuvo inesperadamente, nos apuntó, disparó, pero felizmente la bala se incrustó en la pared contra la cual yo había sido arrojada.
«Me cuesta darle este mismo nombre», le respondí, frotando mi dolorido codo.
El Sr. S. sugirió que entráramos en la casa y viéramos si la bala hubiera herido a alguien. Lo hicimos, pero descubrimos que ésta, simplemente había arrancado algunas partículas del revestimiento del piso.
En la esquina de una habitación se hallaba una mujer arrodillada y tan inmersa en su oración que no percibió nuestra presencia. Cerca de ella una niña se arrastraba por el suelo mientras otro niño de unos 10 años de edad se paraba y sentaba ininterrumpidamente.
Apenas había visto alguna vez contrastes tan extremos como el que caracterizaba a estos dos niños: el niño, con un rostro que denotaba inteligencia y era maravillosamente hermoso; la niña, por el contrario, se veía como notoriamente fea e insinuaba una idiocia letárgica muy acusada.
«¿Es posible que estos dos niños puedan ser hermanos?», me pregunté.
«No exactamente, pero la mujer es la madre de ambos», dijo el Sr. S. «Ella es una de las mujeres más bellas de todo Paraguay», agregó, «y su belleza es de amplia notoriedad».
Como el ruido de la fusilería aumentaba fuera, supusimos que el mismo no iría a decrecer.
Nos mantuvimos en total silencio para no molestar la oración en que se hallaba embelesada la mujer, hasta que el mismo fue roto por un hombre con ropa de labor, que abrió ruidosamente la puerta pidiendo protección.
La mujer se levantó bruscamente y sus ojos, dirigidos a nosotros, emitieron llamas de ansiedad. El Sr. S. parecía haberla conocido, pero yo estaba tan fatigada como para poder comprender la conversación que ellos mantenían.
Y volviéndose a mí, él me expresó en voz baja: «Su ser querido está en la guerra, y ella ha impetrado todo el día por la vida de él a San Antonio, cuyo retrato se ve colgado en la esquina. Ni siquiera se había dado cuenta de que una bala había impactado en la habitación y no fue consciente de ello hasta que se lo conté.
Ella parecía indiferente a todo, excepto a su destino.
¡Qué pena!
En ese momento la mujer se volvió hacia mí. Su cabello despeinado cayó en ondas negras alrededor de sus hombros y sus ojos lanzaron destellos casi aterradores
«Ayúdeme a rezar por la vida de él, señorita», me suplicó. «Fue convocado a las cuatro en punto de esta mañana; él prometió darme señales de vida tan pronto pudiera. Han pasado horas tras horas del día sin que yo hubiera recibido mensaje alguno. Pronto oscurecerá y caerá la noche y yo estoy todavía sin noticia alguna sobre él. Pero no quisiera caer en la desesperación. Sé que San Antonio puede ayudar, él es pequeño, pero muy poderoso.»
La puerta se abrió de nuevo y un joven se desplomó.
La angustia y la esperanza que se percibían en el rostro de la mujer hicieron que mi corazón se contrajera.
«¡Por amor de Dios, dígame si ha visto usted a Antonio!», gritó ella, sacudiendo sus hombros.
«Tengo una bala en la pierna, ¡ayúdame a sacarla, Filomena!», clamó el joven recién llegado.
«¿Lo has visto? ¿Está vivo?», siguió preguntando ella. «¿Dónde está él?», jadeó ella, sin prestar atención a las palabras del joven.
«A las doce en punto él estaba en el cuartel de artillería con don Adolfo Riquelme y desde entonces no he vuelto a saber nada más de él», dijo, hundiéndose en un banco.
«Don Adolfo Riquelme», exclamé y agarré del brazo al Sr. S. «Sí, le envié una carta de recomendación de la revista La Prensa. Vamos al hotel a buscarlo.»
CAPÍTULO CATORCE
Cómo se organizó la revolución
Después de otros nuevos episodios, llegamos al Cosmos, donde estaban el legado inglés y la mayoría de los otros miembros del cuerpo diplomático. Y, como en efecto, el ministro francés era el decano del cuerpo diplomático, las negociaciones iban a hacerse con su participación.
Al final de las mismas, el legado inglés me informó acerca del curso de los acontecimientos. De acuerdo con él, la revolución había sido ejecutada de una manera muy audaz por los azules.
Este partido habría trabajado en silencio durante mucho tiempo para el logro de los mismos objetivos que los colorados y ahora que todos los ojos estaban completamente fijos en los «colorados»[4] y el Brasil, el editor Adolfo Riquelme y el valiente mayor de artillería [Albino] Jara decidieron dar el golpe, pese a no haber estado preparados para ello.
Y en el caso de fracasar, sus consecuencias recaerían solamente sobre sus dos autores. El partido estaría exento de toda responsabilidad.
La noche entre el primero y el dos de julio, varios amigos del partido del mayor Jara hacían guardia en el cuartel de Artillería y esta oportunidad favorable fue aprovechada para poner en marcha la aventura.
A las once de la noche, fueron difundidas las pertinentes proclamas de Adolfo Riquelme. Antes del amanecer del día 2 de julio, el mayor Jara había cabalgado con sus pocos secuaces hasta el cuartel de artillería y mandó convocar a los oficiales de la guardia de dicho cuartel con el pretexto de que tenía un mensaje importante para los mismos.
Apenas éstos salieron de la oscuridad, fueron reducidos y hechos prisioneros. Acto seguido, todo el cuerpo de artillería siguió con entusiasmo al mayor Jara hasta el cuartel de la policía, tomando también por sorpresa a las tropas de la Infantería.
García, de quien se decía que «solo dormía con un ojo abierto», al ser informado de los acontecimientos, se apresuró a ocupar el Teatro cercano, así como otros dos edificios contiguos y todo esto con la rapidez necesaria como para iniciar disparos sobre los revolucionarios que se acercaban, antes de que llegaran sus cañones.
La conmoción en la ciudad fue enorme, tal como lo fuimos presenciando. Nadie parecía saber con plena certeza por qué la batalla continuaba. Entretanto, el buque de guerra Libertad, simpatizante del gobierno, ya había disparado 50 tiros sobre el Cuartel de Policía, antes de que le dijeran que estaba disparando sobre un amigo en lugar de un enemigo.
El presidente, general Ferreira, abandonó su residencia privada tan pronto fuera informado del levantamiento y fue con su yerno junto al capitán del buque que se hallaba en el puerto.
«¿Con quiénes están ustedes?», preguntó a los marinos.
«Con la Revolución», respondieron los mismos, pese a lo cual le acompañaron al palacio.
Ocurrió también que en el transcurso del día se le informó que su ministro de Guerra había sido capturado en plena la calle y que uno de sus principales comandantes había caído en la batalla.
Desde el palacio comprobó con pena que sus tropas, luchando valientemente, tuvieron que evacuar una casa tras otra y finalmente encerrarse en el Teatro.
Numerosos mensajes telegráficos habían sido enviados a diferentes regimientos cercanos, sin que los mismos hubieran logrado alcanzar el objetivo deseado. Cuando llegó el primer batallón de Villa Concepción, la revolución ya había concluido victoriosamente.
Se temía que ocurriera lo mismo con el regimiento de caballería, cuya presencia habíamos visto desde la iglesia.
El periódico Cívico, el órgano oficialista, había sido asaltado, las proclamas emitidas por los líderes de la revolución fueron clavadas en el centro de la ciudad y el periódico de Adolfo Riquelme fue el único que siguió publicándose.
Nada se habría sabido sobre el destino de Enrique López, aunque nadie podía imaginarse que éste pudiera estar involucrado de alguna manera en esta revolución.
Los diplomáticos se despidieron para pernoctar, cada uno de ellos en su respectiva legación, aunque la mayoría de los que se encontraban en el hotel pasaron la noche allí mismo.
En compañía del Sr. S., de algunos otros huéspedes finlandeses y los restantes huéspedes del hotel hicimos un recorrido por la sala del hotel en orden a buscar el sitio más adecuado para pasar esos difíciles momentos.
Al ir a nuestras habitaciones debimos prescindir de traer lumbre para evitar ser blanco de potenciales francotiradores salvajes.
Deambulando con el mayor sigilo entre huéspedes acurrucados dormidos o semidormidos contra la pared, intentamos salir a los balcones temblando a causa del intenso tiroteo y de las siguientes escaramuzas.
Por otra parte, fracasó también mi intento de encontrar a Adolfo Riquelme, cuyo paradero o domicilio eran totalmente desconocidos. Se presentó la posibilidad de hacerle llegar una carta al Cuartel de Artillería, adonde se suponía que podía haber llegado, pero como esta posibilidad se me antojaba muy incierta, opté por no arriesgarme a dejarla.
Bajo la protección de un inglés y un estadounidense, transité por las calles, pasando por la cuadra donde estaba situada la Oficina de Correos. «Aquí pasará mucho tiempo antes de que puedas entrar», suspiré al pensar en todas las cartas que eran inaccesibles para mí.
«No, el registro ya está abierto», respondió el estadounidense.
«¿Cómo puede ser posible eso?», exclamé consternada.
«En estos días todo se hace a través de las armas», dijo riendo, mientras me mostraba una puerta rota.
Nos acercamos al centro de la batalla.
De ambos lados, se luchaba con un valor y una resistencia que no creía posible para estos paraguayos modernos, a quienes hasta ahora solo había visto bailar y tocar guitarra. Sonreían mientras se movían en el baile o dejando que sus manos se deslizaran sobre las cuerdas para formar melodías maravillosamente hermosas; sonreían también ahora mientras empuñaban el fusil y avanzaban para matar a discreción. Los miembros de los bandos respectivos caían unos tras otros en medio de burlas recíprocas y bromas hacia sus propios compañeros heridos.
Este feliz coraje me habría sido comprensible si el mismo hubiera sido empleado contra una nación hostil, pero no en una lucha de hermanos contra hermanos, como era ésta y que los paraguayos sabían que representaba una pérdida más dolorosa de hijos para el propio país.
Unos 300 muertos yacían amontonados desordenadamente por las calles.
En esa coyuntura se hicieron dos intentos de mediación. El primero, lo encabezó el legado estadounidense y que fue respondido por los revolucionarios con un disparo que impactó en el portador de la bandera de parlamento.
En el segundo intento, el gobierno recurrió al partido oficialista presentando una carta del presidente, pero hasta el momento no recibió respuesta.
La sospecha de que tal nota nunca habría llegado a destino se fue consolidando a medida que pasaba el tiempo sin que se recibiera respuesta alguna.
El ministro de Relaciones Exteriores, Dr. Báez, junto con los otros miembros del gobierno, se habían refugiado en la Estación del Ferrocarril inglés.
Si tan solo hubiera podido establecerse una comunicación entre ellos y el presidente, dado que una renuncia de éste parecía impensable, especialmente porque sin la ayuda de cualquiera de los Estados suramericanos ⸺y ella no se consideraba como una alternativa realista⸺ sería poco posible poner fin a esta estéril masacre.
También fracasó un intento del vapor París, de la empresa Mihanovich por acercarse sigilosamente a la costa contigua del río al Palacio de gobierno.
Se fue acrecentando gradualmente el número de aquellos iniciados que tenían la esperanza de que los diplomáticos pudieran persuadir al presidente a abandonar el país, fundado en razones patrióticas.
CAPÍTULO QUINCE
El inspirador de la revolución
A la tarde del tercer día de la revolución, una profunda sensación de abatimiento se había apoderado de mí.
Pasé por entre montones de caídos cuyos rostros rígidos me conmovieron profundamente; el grito de dolor lanzado por quien se había arrojado sobre algún compañero muerto, me traspasó los oídos.
¿Dejará este grito alguna vez de resonar en mis oídos?, me pregunté. En ese momento se me antojaron como indelebles.
Pensé si en estas circunstancias podría conocer a Adolfo Riquelme y preguntarle cuáles eran sus planes y cómo se imaginaba que podía poner fin a esta lucha. Él no podría estar de acuerdo con que estos jóvenes llenos de vida, ahora armados, se mataran entre sí. ¡Era hora que entendiera que ya se había vertido demasiada sangre!
De haber visto él cara a cara a los miembros de las familias con las manos tendidas y entrelazadas en dirección a las tropas que marchaban calle arriba, con seguridad, no habría disparado contra el hombre que portaba la bandera blanca.
Por otra parte, puedo comprender la imposibilidad de suspender un conflicto antes de que se presentasen chances de alcanzar una paz duradera. Esta suspensión y el consiguiente canto a la paz, sin embargo, se había visto totalmente desbordado por la realidad, de una manera similar a la expresada en la canción O dulce Lambaré.
Yo había doblado la esquina de mi hotel y entrado en una bocacalle. Un jinete civil con un fusil al hombro detuvo su caballo y me dirigió algunas palabras. No pude entender lo que me decía y pronto algunas personas se reunieron alrededor de nosotros. Hubo un confuso intercambio de palabras y finalmente me preguntaron qué quería.
«Me gustaría que alguien me acompañara hasta el Palacio de gobierno para poder informarme de lo que está pasando», dije con voz cansada.
Todos retrocedieron horrorizados mientras el jinete manifestó que podía asegurar que el presidente ya habría sido asesinado. Y que Adolfo Riquelme habría impartido dicha orden como única manera de terminar el conflicto.
De repente, en la puerta de una casa insignificante, se nos apareció una hermosa mujer. Ella pareció explorar entre los integrantes de la muchedumbre, como buscando a alguien hasta que se retiró cuando me hizo una advertencia.
«Venga junto a nosotros, señorita», me invitó. Usted estará más segura bajo nuestro techo que en la calle. ¡Entre, señorita! ¡Venga pronto!» Escuché que todos me instaban en voz alta. Y yo obedecí sin chistar.
En un sillón estaba sentada una anciana de noble apariencia y actitud a la vez altiva como como humilde. Se había atado un mantel alrededor de la frente, como si estuviera atormentada por fuertes dolores de cabeza.
«Esta es la escritora sueca, madrina», dijo el hombre más joven. La anciana trató de superar su sufrimiento para darme una sonrisa de bienvenida.
«Mi casa es suya», dijo. «Queremos protegerte, tal vez tengas una madre que reza por ti y se inquieta por tu destino en esta tierra lejana, ¡pobrecita!»
Mis ojos se abrieron impulsivamente mientras ella me abrazaba.
«¿Qué te dijo tu madre cuando le dijiste adiós?», preguntó lentamente, con la voz suave y relajante de un bálsamo.
No supe qué responderle.
«¿No te dijo ella que era su alegría que trataras de cumplir con tu deber tan bien como lo pudieras?»
Yo asentí a su pregunta.
«¿No dijo algo más, querida?», continuó. «Tal vez, también habría querido que tu lugar fuera aquel en el que tú pudieras hacer el mayor bien para la mayoría de las personas y que ella conservaría esta idea durante tu ausencia. No me cabe duda que ella debió habértelo manifestado y que tú no podrías imaginarte otro pensamiento que ése».
Tranquila y suavemente ella acarició mi frente mientras decía: «Tiembla entonces», para preguntarme a continuación: «¿Lloras por el Paraguay?»
La anciana continuó su monólogo con las siguientes expresiones: «Mi pobre, pobre hijo, ¿cómo podría no sufrir al ver todo este derramamiento de sangre? ¡Y sin embargo todo esto es inevitable! Sé que él tiene razón y que, por razones de conciencia, no podía actuar de otra manera.»
«¿Dónde está tu hijo?», le pregunté.
«No lo sé y sólo Dios sabe si es que todavía vive. No lo he vuelto a ver desde el martes por la noche cuando me despidió con un beso. Ayer envié a un joven criado al Cuartel de Artillería para saber cómo le iba y para hacerle llegar un poco de pan y frutas. Pero él no cree que la comida sea necesaria para mantener a las Fuerzas Armadas en una batalla tan desesperada como ésta. Por un largo minuto y con una ansiedad insoportable esperé el regreso del muchacho. Mi cabeza corría el peligro de desintegrarse a causa los abrumadores pensamientos que circulaban por ella. Pero Dios, que es testigo de su lucha interior, ciertamente le otorgará la victoria.»
«¿Es su hijo un oficial?», le pregunté.
«¿Es su hijo un oficial?», volví a preguntarle.
«No, soy la madre de Adolfo Riquelme», me respondió
Sin haber tenido tiempo de sorprenderme, la puerta se abrió y pude ver cómo un jovencito se desplomaba.
«¡Jesús María!», gritó la anciana y con lágrimas en los ojos, tomó la cara del niño entre sus manos y la besó una y otra vez. «Veo por la expresión de tu semblante que él vive. ¡Alabado sea Dios!», sollozó y, arrodillada, se puso a rezar.
Yo me retiré discretamente para no molestar.

«Una multitud saluda al recién nombrado ministro de Guerra, Jara, enfrente del Ministerio de Guerra».
Fuente: Días sangrientos en el Paraguay de Ida Backmann, traducido, comentado y editado por Miguel Ángel Gauto. Editorial Arandurã, 2021.
[1] El sector Cívico del Partido Liberal fue, en realidad, liderado por el general Benigno Ferreira. El general Urquiza había sido un caudillo entrerriano y presidente de la Confederación Argentina, y nada habría tenido que ver con los partidos políticos paraguayos de la postguerra de la Triple Alianza.
[2] Seguramente la actual Plaza Uruguaya, en cuyo entorno se habría hallado el centro de las escaramuzas.
[3] En la calle Convención, actual calle Juan E. O’Leary, no se hallaba iglesia alguna. Quizá se refiera a la iglesia de La Encarnación, situada en un promontorio entre las calles 14 de Mayo, Víctor Haedo y Coronel Martínez.
[4] En la empresa subversiva contra el gobierno del general Benigno Ferreira habían participado connotadas personalidades «coloradas», sin que fuera posible determinar si lo habían hecho «por cuenta propia» o siguiendo instrucciones de su partido. Conocidos caudillos colorados como José Y. Meza, Quintín Parini, Marcos Caballero Codas y Marcos Quaranta habrían acompañado a Albino Jara en el atraco. Fuente: Urízar, Rogelio. Los dramas de nuestra anarquía (I). 1989.
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